La crisis de 2008 detonó un cambio cultural que se ha extendido paulatinamente. El centro político, que durante mucho tiempo estuvo en boca de muchos analistas, prácticamente ya no existe, y en su lugar han surgido públicos, ideológicos o identitarios, cada vez más excluyentes y menos proclives al diálogo o a cambiar de opinión.
En primera instancia, este proceso fue avivado por los populismos, cuya esencia es construir hegemonía política a partir de un reclamo democrático basado en la distinción de unos y otros, ya sea el líder y las élites, el pueblo y los empresarios, el 99% y el 1% de la población, etcétera.
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Pero no hay que confundir el síntoma con la enfermedad. El populismo fue sólo una respuesta a un sistema que mientras homogenizaba a los gobiernos, partidos políticos y demás representantes bajo la ideología neoliberal, exaltaba la individualidad y la organización social a partir del mercado, la particularidad y la diferencia. Cuando dicho sistema entró en crisis, encontró una salida a partir del populismo: una revolución pasiva que echaba mano de categorías comunes como el pueblo, pero a su vez revindicaba nociones particulares —como el nativismo o la diversidad étnica— como universales.
Con el tiempo, las opciones populistas a lo largo del globo se han desgastado y en muchos casos no han logrado transformar a sus sociedades, pues el neoliberalismo sigue vigente e incluso después de una pandemia los ricos son más ricos.
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Sin un cambio drástico, la esperanza se puede convertir en una rabia que es encauzada a través de discursos que han desechado la reivindicación democrática y únicamente prometen revancha frente a otros grupos. Así surge la ultraderecha y su público, quienes encuentran en el feminismo o en los que denuncian el racismo histórico de nuestras sociedades, a los culpables de sus desgracias.
Entre esos públicos no hay posibilidad de diálogo, los intereses y valores que los conforman son contrastantes. Por eso, quienes desde la ultraderecha enarbolan un discurso racista o machista, no buscan convencer a otros públicos, ni que la evidencia histórica o sociológica les dé la razón, sino construir un relato para su grupo. Lo preocupante es que ese grupo es cada vez más grande, sólido, ajeno a los valores igualitarios y con un impermeable a prueba de otros discursos.
Ante esto, las izquierdas han recurrido a burlarse o hacer menos sus argumentos. Pero con ello, sólo se reafirman ante su propio público e irónicamente fortalecen el relato ultraderechista. ¿Cómo podemos desde las izquierdas enfrentar este cambio cultural? Intentaré reflexionar al respecto en próximas entregas.