Busca llamar la atención con su mirada, pero lo rechazo. Me levanta las cejas, quiere hacer contacto conmigo, pero yo ya le di más de lo que él quisiera. Ahora tengo que guardar la compostura porque su esposa está en la misma mesa.
Como de costumbre entré a La Faena a eso de las 8 de la noche; odio que cierren temprano, pero amo que dejen la cortina abajo para que nos mantengamos por más tiempo en este lugar ultrabarroco sin que la ciudad se entere.
Si nunca has visitado esta cantina, te recomiendo no asustarte. No hay nada malo. Aquí el tiempo se detiene y encontrarás un sinfín de pinturas de toros, maniquíes de toreros e incluso hasta darle una hojeada a sus paquetes.
Al caminar por el gran pasillo que te dirige a la sala empieza a bajar la tonalidad de colores, el amarillo abunda y te recordará a una película de los años sesenta. Cruzas la puerta y, ahí, una espesa neblina y paredes con moho te reciben.
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En el centro, una clásica rocola suena sin parar y las mesas de plástico nada más sirven cuando uno quiere beber, después puedes salir a la pista de baile.
No se discrimina. Así como puedes escuchar a Paulina Rubio, puede seguirle una cumbia o incluso una quebradita. Sorprende que en su repertorio no tengan reguetón. Pero no falta, todo es bailable sin tener conocimiento del tiempo.
Los adoquines y sus baldosas te acompañan todo el tiempo. La cocina, cada vez que puede, manda un plato con quesadillas o algún otro antojo; es ahí donde aparezco y busco la manera de mantener mi equilibrio.
Cuando visité La Faena, era tanta mi borrachera que se me complicó saber si tenía los lentes o no; mi astigmatismo y miopía se mezclaban, así que no tuve más remedio que caminar por el lugar, dejar a mis amigos y hacerles una señal para indicarles que iba al baño.
Para hombres hay un cuarto donde hay grafitis, pegatinas y un sinfín de cosas del siglo XX rompiendo el concepto de la arquitectura. Pero eso no me limitó para orinar.
Me tambaleo por el efecto de la cerveza. No sé cuántas llevo. ¿Nueve?, ¿diez?, perdí la cuenta cuando iba en la octava; por culpa de mis amigos ya no sé cuántas llevo. Siempre me dan cervezas y no preguntan cuántas.
Al tratar de darle sentido a esa ida al baño, un conocido entró. Lo vi de reojo; ya lo había visto, pero no hice nada porque venía con su esposa. Al ubicarme, me detuvo por un momento porque ya me iba a caer. El silencio se apoderó del baño hasta que empezó a sonar Intocable. No dijimos nada, ahora me vio a los ojos y me ayudó a desabrocharme el pantalón.
Ahí agarré al toro. Lo dominé y se dejó venir. Yo no tuve más remedio que desatarme los machos, que este hombre es de aúpa. Le clavé las banderillas, una tras otra, lo cual nos dio tiempo perfecto para que él se fuera a porta gayola de este incierto cuerpo. Toda una faena.
Trató de estar al quite, pero a punto de terminar por fin le clavé el estoque y así terminé mi encuentro con este toro.
Al salir, me quedé un rato sentado, bebí y decidí salir del lugar, pues cada toro tiene su lidia y yo prefiero que no me hagan una Faena en el lugar.