¿Qué queremos? ¿Un país que gane muchas medallas en los juegos olímpicos o uno que utilice el deporte como herramienta del bienestar? ¿Para qué le sirve impulsar el deporte a un Estado? ¿Para ejercer poder blando, para tener presencia territorial, para fomentar la educación o la salud? ¿Cuáles son las instituciones con las que podemos impulsar de mejor manera el deporte de este país? ¿Secretarías, órganos desconcentrados, estrategias nacionales interinstitucionales u organizaciones privadas?
Estas y otras preguntas deberían ser formuladas antes de pensar en personalidades para dirigir las políticas de deporte en este país, sin embargo, antes de la cuarta transformación y también durante ésta, nunca se ha tenido un plan deportivo a mediano y largo plazo, y únicamente se ha improvisado en cada sexenio.
Desde que se creó la Comisión Nacional de Cultura Física y Deporte (CONADE) ha sido dirigida, en su mayoría, por marchistas, entrenadores de natación, velocistas, futbolistas y deportistas de salto de plataforma. La lógica es sumamente básica: si hizo deporte, seguramente sabe dirigir una institución deportiva. ¿Experiencia en la administración pública? ¡No importa! ¿Planificación? ¡Tampoco! Si ganó alguna medalla, si metió muchos goles, o si sabía correr muchísimo, seguro sabe lo que los deportistas quieren y cómo fomentar el deporte en la población.
En realidad, nuestros gobernantes nunca han sabido qué hacer con el deporte y hacia donde dirigir sus políticas. El deporte que puede ser un motor del bienestar es sobre todo lúdico, recreativo y comunitario; puede fomentarse a nivel individual o colectivo y tiene el objetivo de constituirse como un factor protector frente adicciones y los problemas de salud mental, así como ser un complemento en la educación de las personas. En tanto, el deporte de alto rendimiento apunta a una dedicación absoluta de quien lo practica para aspirar a participar en el máximo nivel de competencia, ya sea interestatal e internacional, y puede utilizarse, por ejemplo, como poder blando (es decir, para incidir en el escenario internacional a través de medios culturales e ideológicos).
Ambas visiones del deporte no están peleadas entre sí, pero tienen fines muy distintos y los métodos para conseguirlos también son variados. Un ejemplo muy sonado sobre el deporte como factor protector es el de Islandia, en donde se utilizó el fútbol como una política de Estado para reducir el consumo de alcohol. Para 1990 el 40% de los adolescentes entre 15 y 16 años afirmaban tomar alcohol, para 2017 sólo el 3% de los adolescentes de esa edad lo habían hecho. Lo de menos para Islandia fue calificar a su primer mundial de futbol en 2018: en veinte años redujeron el consumo de alcohol en 37%.
En tanto, China es un ejemplo de Estados que fomentan el deporte de alto rendimiento para mostrar el éxito de su modelo político y económico en el concierto internacional. Siempre figuran en el medallero olímpico, destacan en la precisión de los clavados y pelean de tú a tú por las preseas de oro con los Estados Unidos. Su objetivo es claro: mostrarse ante el mundo como una potencia deportiva.
En México no sabemos si queremos ser lo primero o lo segundo, pero eso sí, tenemos claro que la política deportiva puede ser un muy buen negocio. Muchos de los directivos que han pasado por ahí han tenido observaciones por el mal manejo de recursos y, de manera más reciente, hasta de pagar más en sus vuelos de avión que en becas para los deportistas. Y sólo cada cuatro años, después de cada olimpiada, se discute qué políticas deportivas deberían impulsar los gobernantes.
Recientemente en la prensa se ha dicho que el gobierno de Claudia Sheinbaum apostaría, nuevamente, por alguien con experiencia deportiva, ya sea Rommel Pacheco o Moisés Muñoz, y antes de ellos también sonó Cuauhtémoc Blanco. La política deportiva de este país no necesita nombres, requiere de planificación más allá de un sexenio, de definir si quiere avanzar en el deporte de alto rendimiento o si quiere fomentar el deporte como un instrumento de bienestar a mediano y largo plazo; de pensar si lo más conveniente para cumplir con sus objetivos es un órgano desconcentrado, una secretaría o una estrategia interinstitucional.
La política deportiva de este país no necesita a un Rommel Pacheco o un Moisés Muñoz. Necesita seriedad, planificación y mucho, pero mucho trabajo.