Opinión

OPINIÓN

La muerte de la civilización

El final de nuestra civilización comenzó en el momento en el que la clase política dejó de ver la muerte como algo que debe administrarse para que ocurra menos por causas naturales y que no debe ocurrir por motivaciones políticas, económicas o por cualquier desquite.

Créditos: Cuartoscuro
Escrito en OPINIÓN el

Solemos imaginar que nuestra civilización llegará a su fin a consecuencia de eventos catastróficos, ya sean naturales o inducidos por la humanidad. Sin embargo, el fin se acerca paulatinamente y pasa casi inadvertido mientras miramos hacia otro lado para evitar los problemas.

Nuestra clase política es experta en eso, en hacer como que nada malo ocurre. Pasaba durante el régimen de la Transición, en donde según algunos nada estaba mal, y sucede en tiempos de la Transformación, en donde, según otros, lo malo es muy pequeñito y lo bueno es inmenso e incomparable.

Pero el asunto es que el final de nuestra civilización (entiéndase ésta última como el orden material y moral que permite nuestra existencia como sociedad) comenzó hace años. Todo inició cuando se normalizó que la gente muriera asesinada producto de una supuesta guerra contra los malos. Según nuestros políticos los muertos se dividían en dos: los criminales que morían merecidamente y los inocentes que eran daños colaterales “necesarios” por el bien mayor.

Después se hizo común que las personas desaparecieran. Esta vez nos dijeron que ocurría porque “estaban en malos pasos” o porque “huyeron con el novio para comenzar una nueva vida”. Posteriormente se empezó a hablar con naturalidad de la muerte de periodistas y políticos de poca proyección nacional. Los primeros morían, según nos empezamos a explicar,  porque “seguramente se metieron con quien no debían”, con caciques, empresarios o gente del narcotráfico. Los segundos, según se rumoró en reuniones de grilla y de chisme político en restaurantes, eran cómplices de la economía criminal y todo se trató de un “ajuste de cuentas”.

Finalmente, sucedió que también los políticos de renombre y los más grandes comunicadores, esos que pensábamos intocables o “protegidos”, también eran asesinados o sufrían atentados. Pero sólo nos importó unos días y después llamó nuestra atención cualquier otra cosa, como un beso entre dos hombres en una película de Disney o una influencer que le cocina a su novio. La clase política, aún viéndose afectada por los hechos, aprovechó nuestra distracción y de nuevo hizo como que nada ocurrió.

En la noche del 25 de julio asesinaron al político y ex rector de la Universidad Autónoma de Sinaloa, Héctor Melesio Cuén. Era un personaje de renombre, de gran trayectoria, opositor al gobernador Rubén Rocha, que denunció días antes de que lo mataran a balazos que le habían quitado la seguridad que tenía de la Guardia Nacional. Al día que se escribe esta columna, la noticia a nivel nacional se ha disipado, salvo por alguien que mencionó la posibilidad de que el día que lo mataron debía verse con un capo. De nuevo, algunos nos quieren decir que si algo le pasa a alguien es porque andaba en malos pasos.

El final de nuestra civilización comenzó en el momento en el que la clase política dejó de ver la muerte como algo que debe administrarse para que ocurra menos por causas naturales y que no debe ocurrir por motivaciones políticas, económicas o por cualquier desquite. Nadie tiene derecho de quitarle la vida a otra persona o desaparecerla. Pero hoy cualquiera puede ser asesinado y rápidamente se convertirá en una cifra más o en una “condena enérgica”. El final de nuestra civilización empezó el día que la muerte nos dejó de importar.