Opinión

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El otro José Agustín se llamaba Gustavo Sainz

El 'jipiteca' por excelencia; el gran rebelde de las letras hispanoamericanas. El espíritu de la contracultura.

Créditos: Cuartoscuro
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El padre de los jipitecas, renegado de la onda que le adjudicó Margo Glantz, el autor de Se está haciendo tarde (final en laguna) —hubo un tiempo en que la literatura mexicana titulaba sus obras con audacia, sin pensar obsesivamente en el mercado—, partió recién de este mundo. Físicamente al menos, como le gustaba repetir al poeta chileno Hernán Lavín Cerda desde el aula.

Con él se cierra un ciclo de desobediencias en las letras nacionales, donde se buscó el grafiti contra los mandatos trascendentales del mono gramático de Octavio Paz y procurar la antisolemnidad, la pequeñez, la literatura menor, la francachela de nadie, como motivos para la inventiva.

Y con el fallecimiento del autor de Cerca del fuego, ocurrido el martes 16 de enero de este 2024, claro, vienen a cuento sus colegas: el pendenciero Parménides García Saldaña, por ejemplo, hijo real del dios Baco; el católico andariego Vicente Leñero; el militante obrero Gerardo de la Torre, novelista del 68 y de la expropiación petrolera, y el intelectualizado Gustavo Sainz, uno de los más interesantes inventores de la novela mexicana de la segunda mitad del siglo XX.

Por cierto, Sainz aparece como personaje en Ciudades desiertas, esa novela de viaje y reencuentro amoroso en la que José Agustín ironiza sobre las parafernalias de las universidades estadounidenses y la deslocalización de acapulqueños en el frío, idos de amor, por amor, por supuesto.

Qué mezquindad hablar de los otros cuando son los unos quienes se han ido.

Pero si bien en estos días corren los elogios a la fuerza voluntariosa de José Agustín, también es justo decir que nadie se configura solo, que al que inventaba que soñaba le tocó el placer de la contemporaneidad con Carlitos Santana en Woodstock, con Allen Ginsberg como la nueva vocería espiritual —Israel tendrá que besarle el culo a Palestina, parafraseo uno de sus poemas; él, de origen judío—, con Jack Kerouac objetando el capitalismo en su seno mismo mientras llama a observar las caracolas y a emocionarse bajo el beso de las mujeres del jazz.

Y con Gustavo Sainz, quien consagró la oralidad, que se enrosca, se reitera, se frivoliza y se adormece, en La princesa del Palacio de Hierro; y visitó simbólicamente a la Oriana Fallaci que sufrió la matanza de Tlatelolco desde la Plaza de las Tres Culturas en A la salud de la serpiente; propuso la canción de la amistad urbana en Compadre lobo y descubrió —o ratificó— la desobediencia narrativa en Obsesivos días circulares.

Mientras José Agustín volvía a enroscarse en su certeza por lo popular, como dice Augusto Monterroso, siempre socarrón, a Gustavo Sainz le dio por la mística y la erótica y esas cosas; es decir, fue insistente en validarse mediante la revisión de las tradiciones que llamaríamos cultas, para bien y para mal, con fortuna e infortunio varias veces, autor que no se acota a un solo libro, sino a la reiteración de sus ejercicios de composición, al deseo de experimentación hacia otra cosa.

Insufló vitalidad a la escritura mexicana y luego lo olvidamos. Muerto en junio de 2015, hace ya casi diez años, entre un silencio mucho mayor, nació cuatro antes que su amigo José Agustín. Ya idos ambos, toca recordar que alguna vez se escribió para la búsqueda circular del deleite estético, contra la funcionalidad, en descuidos que le sacan la lengua a los adelgazamientos comerciales. O porque sí, pues.