Se cumplió la peor pesadilla de algunos... el sueño de otros, pero quizá lo que era inevitable: Donald Trump ganó en las urnas y la Reforma Judicial ganó en la Suprema Corte de Justicia de la Nación de México.
Era inevitable que ambas cosas pasaran porque, a pesar del consenso liberal que predominó a finales de siglo y principios de éste en ambos países, el mundo ya cambió, las condiciones materiales y políticas y sociales también. Ya no se puede jugar con las mismas reglas, porque el tablero ya no es el mismo.
Las democracias liberales, que tuvieron cierta estabilidad en la época de la posguerra, gracias a un Estado de Bienestar que se desmanteló tras la entrada del neoliberalismo en las décadas de los 70 y 80, ahora están en franco declive. No supieron responder a las expectativas de una ciudadanía que cada vez está más precarizada, con una clase media desmantelada y una movilidad social rota.
Esos problemas que fueron causados por el propio capitalismo neoliberal (véanse las políticas de Reagan que son responsables del gran desastre que vive Estados Unidos), han derivado en una ola antisistema que se ha traducido, parodojicamente, en el crecimiento de movimientos de ultraderecha que no buscan desmantelar las estructuras opresivas de dominación del capitalismo más voraz, sino que culpan de esos problemas a las minorías, los migrantes, una conspiración secreta de grupos de poder, etcétera.
Tanto nos parecemos a las primeras décadas del siglo pasado, donde el fracaso del capital tras la crisis del 29, así como en el miedo al comunismo y al bolchevismo, provocaron como respuesta el surgimiento del fascismo italiano y alemán, que posteriormente causaron la muerte de millones de personas y la destrucción de Europa.
Aunque no necesariamente vaya a suceder lo mismo en los años por venir, ante el crecimiento de China, la multipolarización del mundo, el fracaso de las democracias liberales, cada vez más países optan por la radicalización antisistema, pero no anticapitalista, que utiliza chivos expiatorios como el progresismo, el socialismo, la Agenda 2030 y otros disparates, mientras los más ricos del planeta se vuelven cada vez más ricos.
Después de todo... que es el fascismo si no una forma de autoritarismo que frena cualquier intento de emancipación social y mantiene los intereses de las élites económicas intactas.
El caso mexicano es distinto. Aunque proviene de los mismos síntomas de descontento social, tiene un aspecto más progresista al identificar los causantes de los agravios, los ricos, el neoliberalismo, sin atacar ni criminalizar a los pobres y las minorías en el discurso, aunque en temas de políticas de Gobierno, como la prisión preventiva, se les castigue, pero esa es otra historia.
El triunfo de la Reforma Judicial era inevitable porque, sí, nos guste o no, tras las elecciones de junio, vivimos un cambio de régimen. El consenso respecto a la Corte y el Poder Judicial se rompió. No necesariamente se trata de un nuevo grupo de poder que ahora está a cargo del país, sino de una nueva estructura en la correlación de fuerzas, una forma distinta de configurar el Estado mexicano.
Por eso era inviable que el Poder Judicial quedara como estaba... como un resquicio de un régimen que agoniza mientras otro nace. Era necesario que el régimen también transformara ese bastión del régimen anterior, aunque quedará la incógnita de si la referida reforma era la mejor manera de hacerlo.
El mundo y el país ya cambiaron. Y aunque el neoliberalismo no ha muerto, sino que ahora se ha transformado, en una variante quizá más peligrosa, ayer fue una muestra de que no volveremos a un pasado que quedó atrás para siempre.
El mundo y el país ya no volverán a ser los mismos. Quizá para bien o para mal, pero el pasado agoniza.