Sus primeros versos los escribió en una cama improvisada sobre la guillotina de su trabajo y en sus tiempos libres; un trabajo, por cierto, de exiliado en Buenos Aires, obligado a huir de su natal Paraguay por el odio autoritario del Partido Colorado, de cuya persecución policiaca se salvó tras esconderse durante horas en un depósito de agua.
Unos años después, todavía desde la ausencia obligada, articuló una elocuente reflexión poética sobre la primera vida independiente de su país, alcanzada en la década de 1810, entre otras cosas también para criticar la persistencia del totalitarismo paraguayo; es decir, configuró la canción atiborrada de una dictadura, la del fundador José Gaspar Rodríguez de Francia, para despreciar otra, la de Alfredo Stroessner, quien encabezó el régimen más prolongado del siglo XX en el Cono Sur, vaya que experimentado en dictaduras.
Hablo de Augusto Roa Bastos, obligado a huir a la Argentina en 1947 y quien no pudo volver a pisar Paraguay sino hasta 1989, el mismo año en que una junta militar obligó a Stroessner a exiliarse en Brasil, donde murió en impunidad bastantes años después, por cierto, y el mismo año también en que el autor de Yo el Supremo recibió el premio Cervantes, reconocimiento que se suele mentar como el más importante de la lengua española.
Es decir, renovó la novelística latinoamericana con un audaz experimento verbal —mediante el que, además, renunció a la denuncia franca de Hijo de hombre, su novela previa— a pesar de que no fue a la escuela: “toda mi instrucción no va más allá del sexto grado y de algunos meses de liceo”.
En un escenario literario regional —el llamado boom— en que Carlos Fuentes inauguró ser representado por agentes literarios mientras escribía por voracidad y por contrato; en que Mario Vargas Llosa se aglutinaba en experimentaciones técnicas un libro tras otro; en que García Márquez, vestido de éxitos, se mudó a uno de los barrios más privilegiados de la Ciudad de México, calzada de mansiones, Roa Bastos demoró décadas en elaborar una y otra de sus obras, mientras que, junto a Arguedas, rehusó convertirse en un novelista profesional y criticó a los autores que, inteligentísimos, talentosos, tallados para ser célebres, aceptaron escurrirse conforme a la ética del mercado.
“Creo, en efecto, que las estructuras de producción capitalista anexaron a su engranaje ciertas formas de trabajo artístico (...) y que a partir de entonces el autor comenzó a sufrir todas las presiones y deformaciones que el capitalismo suele imponer a sus productos de consumo masivo”, le dijo al argentino Tomás Eloy Martínez durante una entrevista en 1978.
Y le dijo más: “Hay escritores que han trascendido la esfera de un interés meramente local y, sin medir los riesgos que impone este sometimiento a las estructuras de producción capitalista, han entrado en un juego peligroso por inadvertencia, a pesar de su lucidez y de su olfato político”.
Del mismo modo que el grafitero no pide autorización para ocupar los muros, el músico callejero no espera la caricia de reconocimiento de la academia y el meme acepta el olvido tras diagramar el embarazo de Winnie Pooh y Chente Azul, del que surgió KeMonito, este también guionista cinematográfico paraguayo no esperó becas del Estado para renovar la enunciación novelística —esa mofa contra el poder que es la literatura—, ni renunció a sí mismo a pesar de las décadas de exilio, sino que, en contrasentido, se autorizó las exageraciones de la parodia para desmantelar, aunque fuera simbólicamente, al pasado en el presente, caricaturizando a un tirano para cercar, abofetear a otro.
Algo monumentalmente distinto, supongo, a alzar la mano con miras de solicitar la autorización de Carlos Salinas de Gortari y de los patronatos empresariales para convertirse en poeta.