El poder es la capacidad de imposición de la voluntad de uno sobre la de los demás, y por eso todo poder tiene cierta dosis de arbitrariedad. Imagine, estimada y estimado lector, que los tutores de un infante, impiden que éste coma un dulce. Así, sin más, se manifiesta la imposición de lo que quieren unos (que seguramente sí comen dulces) sobre lo que quiere otro; quien además entiende que su voluntad no importa cuando se mide frente a la voluntad de los tutores.
Pero el ejercicio del poder no es tan burdo, pues no siempre se basa en forzar la imposición; ésta también se consigue con diferentes recursos que, de entre sus varios objetivos, buscan que no se perciba arbitraria la decisión, sino producto de razonamientos, valores o justificaciones valiosas. Volvamos a nuestro ejemplo. Los tutores, seguramente, pueden explicarle al infante que no puede comer el dulce porque no ha desayunado y porque ellos, como los encargados de administrar comida y sustento, buscan que no se enferme y crezca sano y fuerte. En ese caso, la imposición tiene un principio reconocible de autoridad y es acompañada de la innegable realidad de que son los tutores los que tienen los recursos para impulsar el bienestar (y para comprar dulces).
En algunos casos, el poder surge como extensión de otro poder, a veces formal, a veces informal. Agregando otro factor a nuestro ejemplo, descubrimos que los tutores le dan la facultad al hermano mayor de cerciorarse de que en efecto su hermano menor no coma dulces. Como resultado de este acto, y por ser más grande, el hermano mayor impone varias normas sin que sus tutores sepan y reclama que también se cumpla su voluntad, por absurda que sea, como el hecho de que su hermano le sirva siempre un vaso con agua.
En este caso, la arbitrariedad es innegable, pero no se combate, porque tanto la fuerza como la autoridad prestada a uno de los actores es mayor a la del otro. Bajo esta circunstancia, sólo queda, como diríamos coloquialmente, apechugar.
El asunto es que las circunstancias cambian, y el poder prestado no es sostenible a lo largo del tiempo: con el pasar de los años los tutores envejecen y fallecen; el infante crece, se vuelve autónomo y fortalece sus propias capacidades. La autoridad heredada se desvanece, y con ello la capacidad de imposición.
Si en ese tiempo el hermano mayor creció creyendo que todos tenían que cumplir su voluntad por tratarse de él y que merecía todo, se frustrará con la realidad, pues descubrirá que su voluntad es igual a la de muchos otros, y que para ejercer el poder necesita de sus propias cualidades. Sin el fortalecimiento de estas, más de uno le dirá: ¿quién eres tú y quién te crees para imponernos algo?
El poder no es para siempre. Pasa en la política y hasta en las mejores familias.