Nuestra época actual se define por la soledad, pero como todo el tiempo estamos conectados a algo —al Whats, a Telegram, al Face, al “X”, a Instagram o a lo que sea— no lo vislumbramos con claridad. Quizás sólo cuando perdemos el celular o nos quedamos sin señal nos descubrimos solos y sufrimos el agobio de la desconexión. ¿Quién de nosotros no ha buscado desesperadamente un lugar en donde conectar el dispositivo móvil o ha pedido la clave de wifi al llegar a un restaurante?
Mientras surgen más posibilidades para conectarnos y publicitar nuestra vida diaria, disminuyen nuestros lugares de encuentro. Algunas universidades han trasladado programas completos de estudio a la virtualidad; casi no se ven niños y niñas en la calle jugando, y las cafeterías como espacios de discusión están en vías de extinción, junto con las revistas y periódicos impresos que detonaban la conversación.
De hecho, es la conversación la que está desapareciendo y siendo sustituida por la publicitación. Para conversar se necesita de otras personas que tengan la disposición de dialogar; para publicitar es suficiente con uno, alguien que escriba cualquier cosa, que postee cualquier imagen, que publique algún video. El fin es ser observado, no ver, ni mucho menos escuchar, a los demás.
Por eso han surgido múltiples públicos digitales, cada vez más ciegos, más sordos y gritones. No ven nada más que lo que les gusta ver, no escuchan nada salvo lo que les gusta escuchar, y gritan y gritan sobre lo que quieren publicitar. Pasa con todo: con la música, con los deportes, con la política. Todo parece reducido a locutores y escuchas; presentadores y observadores; famosos y fanáticos.
Un moralista ginebrino del siglo XVIII veía con desagrado las funciones de teatro, porque pensaba que el público se aislaba, no se miraba a sí mismo, y se concentraba únicamente en la falsa representación de lo real, para luego pensar que era cierta. En su reflexión, desde luego, estaba una crítica a la burguesía emergente que se aislaba de la realidad y creía que ésta era tal y como se la presentaban los teatros fifís que frecuentaban.
Hoy día, presenciamos todo el tiempo una ficción; una mala representación de la realidad que asumimos, sin chistar, como verídica. Sólo que, a diferencia de una función a la que se asiste periódicamente, la presenciamos diario y a todo momento, y con ello, se ha renunciado a hacer política: convencer y transformar la realidad. Y ya sólo queda el marketing: vender la idea que se convence y se transforma la realidad. Y quien no lo crea, por allá tiene otro público que dice todo lo contrario, al cual creer.
El asunto es que cuando el espectáculo se termina, el agobio de la realidad se nos viene encima. ¿Qué haremos cuando suceda?