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Sucesión imperial

Y todo por la publicitación desmedida de los afectos y del poder.

Créditos: Especial
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Una de las sucesiones más curiosas del Imperio romano fue la de Claudio, tío de Calígula. Claudio no era muy conocido, y quien sabía de él lo trataba con desdén, producto de su físico y de su tartamudez. Vivió lejos de los “reflectores” prácticamente toda su vida, en parte escondido por su familia, quienes se avergonzaban de él. Su madre, Antonia la Menor, sobrina del emperador Augusto, no dejaba de referirse a Claudio como alguien débil y muy tonto.

Su incursión en la política se dio cuando su sobrino, Calígula, sorpresivamente lo nombró cónsul y senador. Luego, cuando lo asesinaron, fue nombrado emperador, por ser el único hombre adulto de la dinastía y porque nadie daba un peso por él, así que creían que sería fácil de controlar. Craso error: resultó conocer la política y también ser mejor gobernante que su sobrino (aunque tampoco es como que eso fuera gran mérito).

Las habilidades políticas de Claudio resaltaron en contraste con las de Calígula y las de toda una dinastía que dejó para la historia más intrigas palaciegas que cualquier otra cosa. Claudio le trajo gobernabilidad al imperio, sobre todo tras ganarse al Ejército, luego del desastre que dejó su antecesor.

Pero si alguien destacaba por sus dotes para la política era Mesalina, su segunda esposa. Como bien afirma Alejandra Vallejo Nájera, de Mesalina se han escrito muchas falacias machistas que no vale ni siquiera repetir aquí; lo importante de su trayectoria es que se movía hábilmente detrás del poder (en el Senado, en la economía, en la milicia), y tenía gran influencia en la política imperial gracias a la influencia que ejercía sobre Claudio. Los historiadores dan cuenta de cómo éste se comportaba como adolescente enamorado frente a su joven esposa, llegando, incluso, a recitarle poesías públicamente y a dedicarle la construcción de pequeñas estatuas.

Quizás el único error de la política Mesalina fue que, no conforme con su influencia, poder y enriquecimiento, le encantaba hacer gala de su poder. En las apariciones públicas le gustaba ponerse detrás de Claudio, pero por delante de generales condecorados. Además, el emperador le permitía desfilar en una carroza que únicamente podían usar las vestales, algo impensable en otra época. Lo mismo pasaba con sus alianzas, tanto políticas como afectivas, a las que presumía y luego desechaba alegremente. Con todo esto, cosechó muchos enemigos y trastocó un orden político en el que guardar las apariencias públicas era muy importante.

Fueron estos desplantes los que la condenaron, pues, después de un error de cálculo al tratar de traicionar a Claudio para derrocarlo, no tuvo aliados suficientes que la respaldaran y terminó siendo asesinada y enterrada sin pena ni gloria, dejando un heredero al trono, Británico.

Luego del duelo de la traición, Claudio pidió que se derribaran todas las estatuas y lienzos que hacían referencia a su exesposa, y tiempo después se casó nuevamente con una joven, Agripina, quien tenía un hijo. Finalmente murió envenenado, no sin antes quitarle la sucesión a Británico y dársela al hijo de Agripina: Nerón.

Después de eso, la historiografía olvidó las aportaciones de Claudio al Imperio  y lo encasilló como el sucesor que nadie esperaba, a quien le gustaba casarse con mujeres a las que les doblaba la edad y que, como decía su madre Antonia la Menor, era débil y muy tonto.

Y todo por la publicitación desmedida de los afectos y del poder.