En la ideología —aquel espinado discurso que inoculan los poderes dominantes para hacer pasar su visión ventajosa de mundo como cosa natural— Centroamérica se dibuja reducida al pandillerismo, la migración, la pobreza, la violencia, un atado de dictaduras y golpes de Estado, las travesuras de la United Fruit Company y, marcada, consecuentemente, la obligación de la tristeza, que deviene resignación, inmovilidad.
Pero a la ideología la contradice la evidencia, la desdicen los múltiples pelambres de la realidad.
Y en donde no deberían sino crecer contrabandos de armas y disputas por el control de la plaza nacen los mejores poetas surrealistas del siglo. En la Antigua Guatemala de Bernal Díaz del Castillo —ese militar— apareció uno de los prosistas imagineros más poderosos que ha parido nuestra América: el incontenible Luis Cardoza de Aragón, aterrizado del aire al aire del mundo el mismo año en que lo hizo ese diplomático chileno llamado Pablo Neruda, en 1904.
Este guatemalteco fue un escritor obsesivo y troglodita que poetizó al caballo, la hormiga, la diéresis y el telescopio; que calificó de novela de caballerías a su derrochada autobiografía; que dejó asentado que la poesía es la única prueba de la existencia de los seres humanos y que cruzó la frontera entre México y su país en 1944 con un fusil al hombro para unirse a la revolución.
Entre 1929 y 1932, en los días del Poeta en Nueva York de Federico García Lorca —probablemente el mejor poeta del mundo panhispánico en el primer siglo XX, junto a César Vallejo y aquel mismo embajador chileno; y, de lejos, probablemente el mejor libro del andaluz—, Cardoza y Aragón compuso una novela que es un poema en prosa simplemente imposible de leer, Pequeña sinfonía del nuevo mundo, editada con fortuna desde 1992 (año de su muerte) en México, a través de su Fondo de Cultura Económica, y que danza ante los ojos lectores como un ejemplo de la voluntad del extravío monumental hacia una mitología ilocalizable en la que Dante contempla el Hudson y hablan los pinos.
Formado en París junto a los surrealistas, en los años convulsos del primer siglo XX —en los que, mientras lo inventaba, Luis Buñuel articulaba el cine para escupir en el puritanismo hipócrita de la iglesia católica—, el centroamericano escribió sobre la Coatlicue, José Clemente Orozco —a quien admiraba por encima de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros precisamente por su elección en virtud de la imagen y el sueño, por encima del programa de denuncia literal, visible— y su connacional Miguel Ángel Asturias; privilegió la imagen poética como vehículo del otro pensamiento, gelatinoso, torpe, facultado para obligar a otros balbuceos en el margen de la normalidad y sus filos mediocres; participó de cerca en las tareas de divulgación de la Radio UNAM; ejerció la diplomacia en Suecia, Noruega, Francia, la Unión Soviética, Chile y Colombia, y confirmó con la tenacidad de su oficio creador antiprofesional aquel impulso genial del cubano José Lezama Lima, quien creía que para la expresión americana sólo lo difícil es estimulante.
Con su testimonio de vida, capaz de abrazar la pitaya por irresponsable placer ante su color encendido, su cresta lanceolada y su zumo, este escritor guatemalteco contravino el mandato de sumirse en las retóricas de la vejación, a las que parecen someter a nuestros pueblos latinoamericanos las reiteraciones de la violencia política.
Pero Guatemala, Centroamérica, América Latina serán lo que deseen ser: un felpudo universo que sus poetas dejen trazado a escupitajos imaginativos, irracionales de proclamas, desobedientes, escurridizos contra la dureza del dogma, hirsutos contra el ideologema.
Enigmático, convencido de los flamboyanes de su viaje hacia la nada, Cardoza y Aragón asentó entre las páginas de su pequeña sinfonía, por ejemplo, porque sí, por delirio anticlimático ante el estímulo de la modernidad: “¡Mueran los teléfonos!”.