Opinión

ROBERTO BOLAÑO

La poesía contra Roberto Bolaño

Raúl Zurita tiene reservada una severa crítica para su connacional, a quien Bolaño admiraba: fueron los editores, el mercado, las fuerzas anónimas que expoliaron su archivo.

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“Y eso es todo, amigos. Todo lo he hecho, todo lo he vivido. Si tuviera fuerzas, me pondría a llorar. Se despide de ustedes Arturo Belano”, serían las últimas palabras del mamotreto con que Roberto Bolaño buscó cerrar con monumentalidad su obra narrativa, 2666, según reveló el poeta Raúl Zurita en una crítica de prensa publicada en el Carajo, periódico literario, en enero de 2008, a cinco años de la muerte del autor de Nocturno de Chile.

Presuntamente, la novela —compuesta a su vez de cinco novelas con las que, a decir de una nota editorial en Anagrama, que ignoro si borró Random House tras apoderarse de los derechos del autor— buscaba multiplicar ventas mediante sus ejemplares diferenciados, de modo que pudieran garantizar en el futuro el patrimonio de los hijos de Bolaño. Por un lado.

Por el otro, especifica el poeta chileno, aquella declaración de Arturo Belano no sólo explicaría la voz narrativa de 2666 sino que buscaría cerrar con su habitual tristeza —llamémosle deliciosa— el recorrido en álter ego de ese novelista en despedida de las atrocidades del siglo XX, que con su Amuleto narró la entrada del ejército a la Ciudad Universitaria mexicana durante la represión del movimiento estudiantil de 1968; con su Nocturno de Chile, los cinismos con que la ciudad letrada chilena se acomodó al desmantelamiento —mediante bombardeo de La Moneda— del gobierno de la Unidad Popular y Salvador Allende; con Los detectives salvajes, las inacabables diásporas que fueron el destino de latinoamericanos durante los años del Plan Cóndor y el envilecimiento de la dignidad que tuvo el feo gesto de buscarse autónoma en la historia continental. 

Y Arturo Belano, tras recorrer los feminicidios de Ciudad Juárez con puntual enceguecimiento y entenderlos como continuidad de las atrocidades que alguna vez cavaron fosas para enterrar pilas de cadáveres en la Alemania nazi, se despediría así de la vida, del mundo, de la enunciación, de la memoria, de la escritura, de la nostalgia, de la voz. Del miedo.

Pero Raúl Zurita, a quien Bolaño admiraba, tiene reservada una severa crítica para su connacional: fueron los editores, el mercado, las fuerzas anónimas que expoliaron su archivo, que multiplicaron su enunciación novelística en maniobras post mórtem que podríamos, por lo menos, tildar de sospechosas, los criterios de venta sin manos pero con propósitos explícitos, los que determinaron que fueran otras las líneas finales de la novela monumental que lleva como título el año de un cementerio. Es decir, acusa Zurita, en Bolaño se tensaron la novela como la mampara favorita del mercado literario y una oportunidad perdida para el cierre de una carcajada espeluznante: Altazor, ¿por qué perdiste tu primera serenidad? ¿Qué ángel malo se paró en la puerta de tu sonrisa?

La novela, dijo entonces el autor del Canto a su amor desaparecido, es “un género que no puede ya entenderse sino como mercancía” y un juego en donde quien renuncia a ser mercancía se autodenuncia, desnuda la vileza del frenesí de la venta de ejemplares siempre nuevos. Quizás no inventivos, tal vez no sangrantes, a lo mejor no pausados para lamer el ombligo de la existencia, pero diseñados y frescos sobre la mesa.

Y Zurita cierra su objeción de manera magistral, en un movimiento que recuerda que, cuando bulle, la crítica es en sí un género literario, es decir, otro ámbito de la creación: “Un autor o autora de novelas si no es un fabricante de mercancías es simplemente una mala o un mal escritor. Lo demás, queridos amigos, es simplemente poesía”.

Y eso es todo amigos. Si tuviera fuerzas, me pondría a llorar.