Durante la antesala de la elección de 2018, algunos comunicadores públicos buscaban desesperadamente a un político nacional que tuviera las características de Emmanuel Macron, el político de moda de aquél entonces. La periodista y escritora Guadalupe Loaeza creyó haberlo encontrado y publicó con emoción un tuit:
“Mientras tomaba un café con el Sen. Armando Ríos Piter y lo escuchaba hablar de su candidatura independiente me dije: es el Macron mexicano”.
El comentario de Loaeza fue criticado por priorizar la cursilería y la promoción sobre el análisis; incluso, algunos tuiteros lo recuperan hoy día para ejemplificar la zalamería, pues Ríos Piter no tenía posibilidades de ser candidato de nada, ni se parecía a Macron y era completamente innecesario recurrir, en 120 caracteres, a la imagen de una conversación profunda y reveladora en algún café de la Ciudad de México.
Sin quererlo, Loaeza fue una precursora del tono cursi y zalamero que adoptaría nuestra conversación pública, aunque en realidad es algo poco nuevo en la política, salvo por su normalización en nuestro tiempo.
Durante los primeros años del régimen de la Revolución Mexicana (la tercera revolución de nuestra historia), el gobernador de Puebla, Claudio N. Tirado, hostigaba opositores, se enriquecía sin ningún reparo, y en los hechos hacía poco por el estado; sin embargo, era amigo del presidente Plutarco Elías Calles, así que más que avergonzarse por su actuar, se sentía parte de la transformación revolucionaria.
En más de una reunión afirmó que los grandes líderes de nuestra historia eran Miguel Hidalgo, Benito Juárez, Plutarco Elías Calles y luego él, “el segundo Calles de México”, el continuador de la Revolución Mexicana. En sus discursos, hablaba de la transformación, exaltaba los tiempos que vivía y compraba a los medios para que lo alabaran, cuestión que algunos hacían con gusto.
A sus críticos los acusaba de ser reaccionarios y traidores (y por consiguiente la prensa local también), e iniciaba campañas políticas y mediáticas en su contra (aunque él, antes de ser gobernador, había sido muy cercano al gobernador delahuertista y “reaccionario” Froylán Cruz Manjarrez). Finalmente le duró poco el gusto, porque cuando Obregón ganó la sucesión se terminó el apoyo presidencial, y tuvo que dejar la gubernatura tras un juicio político impulsado por los obregonistas.
Hoy todos los días comentarios melosos y exagerados inundan las redes sociales, las columnas, los programas de opinión y las propuestas de los políticos. La historia se construye en cada acto del Gobierno, la alegría se desborda en las presentaciones de cualquier político (grande, chiquito o mediano), las epopeyas ocurren en cada instante y la continuidad de los apellidos del pueblo, “López”, deben garantizarse en los próximos gobiernos, al grado de inventar secretarías para asegurarlo.
El debate político de fondo se elude y se recurre a la descalificación fácil y desproporcionada del otro; mientras se construyen relatos, igual de desproporcionados, a favor de la o el político predilecto de ocasión (el o la continuadora indudable de la “Cuarta Transformación”) o para agradar al presidente y a su público . Los críticos son los más traidores, los sermoneros los mejores analistas y la cursilería la herramienta predilecta para ser bien recompensado (en una de esas, hasta para ganar una nominación presidencial).
Sólo que la historia siempre sigue su curso, y los políticos que únicamente dependen de las simpatías de los poderosos para ocupar un cargo, como Tirado, tarde o temprano son expuestos por lo que son. En tanto, las cursilerías guadalupanas que los acompañan, son una risible anécdota que forma parte de su historia.
O como dicen ahora que recuerdan la cursilería de Loaeza: hay tuits que tarde o temprano envejecen muy mal.