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Malafortuna: distopía de un ejército enajenado

Tomás Mojarro, el famoso valedor de la radio mexicana, escribió una novela distópica sobre el ejército mexicano.

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Una de las delicias más marcadas de la literatura es la oblicuidad; es decir, que no enuncia su almendra de manera directa, como presuntamente sí harían un panfleto o un decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación, sino que acusa por aproximación insinuada, por sugerencia, por tiempo mítico oxidado, por discreta asfixia, por mal humor.

No cabe duda de que Cervantes y Dostoyevski escribieron para el olvido. Y si esos gigantes están condenados al polvo, cuánto más los autores pequeños: los poetas de la discreción —a últimas, poetas de la discreción son todos, hasta los cantantes de las glorias del imperio romano—, los novelistas de Zacatecas. 

Como Tomás Mojarro, el famoso valedor de la radio mexicana, quien en 1966 dio a la luz, en la histórica y entrañable Serie del volador de Joaquín Mortiz, una novela distópica sobre el ejército mexicano y las soledades insoslayables del interior de la república: Malafortuna. 

Un ingeniero militar visita la base aérea de Malafortuna, localizada en algún punto imprecisado del altiplano mexicano, con la misión de determinar las dificultades estructurales de las instalaciones en un informe que permita mejorar el movimiento de aeronaves de la defensa nacional, y sin embargo ya desde su aterrizaje se verá adormecido por las ambigüedades de una pastosidad sin solución, por las espesuras de un minúsculo mundo paralelo, cerrado en sus propias vilezas, en sus atávicos cansancios, en sus enajenaciones jerarquizadas. 

Con un lenguaje al mismo tiempo desenfadado y rebosado de exquisitez literaria, de puntualidad grumosa, Mojarro describe un universo de las opresiones donde el abandono institucional de los soldados ahí apelmazados se suma al de una comunidad reiterada en sus pasiones resecas, en sus violencias normales, en sus resentimientos siempre heredados, en su repartición de esfuerzos tan repetitiva que deviene enajenación, asfixia de cualquier antojo de cambio, de juguetería, de gratuidad generosa que reconduzca hacia el boqueo.

Así, desde un relato oprimido donde conviven el tiempo histórico de los uniformados y el tiempo mítico del abandono —que no tiene fin—, un novelista casi que nunca adherido a la memoria lectora nacional, ya no digamos regional en una Latinoamérica que cacareó mucho más a otras de sus lumbreras, de cualquier forma se muestra tenaz en su denuncia figurada contra las negligencias armadas que, bajo el pretexto de la seguridad nacional, ejecutarán cualquier enajenación de psiques, cualquier deterioro de voluntades, cualquier abandono de corazones empuñados, cualquier tropiezo hacia la nada donde domina el zumbido de los insectos. 

“Oía con atención el rumor del tiempo, como dentro de una vasija de barro (...) Quise hablar y no hallé qué decir. No acababa de amanecer, como si el tiempo se hubiese atascado en sus engranes por causa del terregal, el que seguía cayendo sobre mis manos cruzadas al pecho, sobre la piel de mi cara, sobre mi cuerpo entero”.

Al relato triunfal de los oficialismos, que revisten de dignidades declaradas a las instituciones, lo contravienen los testimonios de las víctimas y la denuncia de la literatura.

Fernando Benítez recordó en El rey viejo que el Estado mexicano moderno se fundó en el desacato militar contra poderes constituidos, en la traición fratricida constante hasta la ignominia y en su normalización dentro del pozo de la vida cotidiana. Y Mojarro nos recuerda que las promesas de eficacia, mejoramiento, redirección dictadas desde la metrópoli se enfrentan a la ambigüedad de los abandonos locales, al dolor de las comunidades anegadas en sus vicios de emotividades cariadas, a la indiferencia del centro frente a las hormigas y sus cansancios sin solución.

Una de las mejores facultades de la literatura es la oblicuidad: desde la poesía, la venganza simbólica contra el poder.