Opinión

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Juan Filloy y la cueva de los sueños olvidados

La literatura latinoamericana —por más que sus diamantes se dispersen en el olvido— es la perpetua lección de las invenciones en la adversidad.

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Tesoros de imaginería insondable, irreductible, configuran el rostro artístico de esta tierra que hemos convenido en llamar Latinoamérica: cumbres del atrevimiento autoparódico, del repudio contra el autoritarismo desde la más despelucada invención. 

Y en esas genealogías de la creatividad contestataria —“el ultraísmo es la rana que crió pelos”— destaca la voz de un argentino contra la última dictadura militar de su país, iniciada con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976: Juan Filloy.

Anomalía en sí mismo, este autor constituye por sí solo un género literario intestino, obsesivo, autorreferencial. Se trata de un juez que vivió más de cien años, entre 1884 y el 2000, y ocultó enormes tramos de su inventiva literaria por sus labores en el aparato de justicia: entendido en las dinámicas de los fallos institucionales, compartió en alguna entrevista que no iba a propiciar la publicación de desfiguros morales que como autoridad él mismo tendría que sancionar. La tal astucia.

Polígrafo, siempre publicó ensayos, novelas y cuentos con títulos de siete letras —Yo, yo y yo; Tal cual; Gentuza; Vil & vil; Caterva; Mujeres; Op Oloop; Recital; Periplo— mientras, discretamente, configuraba un abecedario de publicaciones, como hace en México Jorge Ayala Blanco con su enciclopedia sobre cine: literalmente los títulos de las obras de Filloy van componiendo una columna que recorre el mundo “de la a a la zeta”, como estila decirse, de Ambular a Zodiaco.

Y en esta selva de las lengüetadas múltiples, destaco La purga, una distopía en torno a los discursos en manifiesto de la plástica multinacional que deviene trasunto del autoritarismo de la dictadura y de las capacidades del arte ante la mutilación de la democracia por la vía de las armas y la pedagogía del terror. 

El libro, escrito en 1977 —un año después de la implantación del régimen, mismo tiempo en que fue desaparecido el reportero y cronista Rodolfo Walsh tras publicar su “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”—, parece que publicado en 1992 por primera vez y editado desde 2006 por El cuenco de plata, relata cómo un ente sin objeciones de dinero convoca a la mayor cantidad de escuelas artísticas del mundo a disfrutar de un encuentro multidiscursivo en un territorio medio ensoñado y con todas las facilidades cubiertas, lo que dará lugar a una proliferación embriagada de enunciaciones especulativas sobre el arte como problema de la imaginación conceptual. 

El anfitrión, no sobra decir, aspira de paso a consolidar una purificación de las intenciones artísticas del globo, reorientadas hacia la que concibe la excelencia esencial primigenia, que se esforzará por impulsar con diferentes magnitudes de persuasión. Como buen impulsor de iniciativas verticales no consensuadas, se encontrará, pese a todo vaticinio, con una diversidad irreductible de objeciones entre los acostumbrados al ego y la importancia sobre un ladrillo.

“—Somos vástagos de un arte universal inédito. No respondemos a patrias fabricadas por aventureros, arribistas ni dictadores del poder y la gloria. Torpes, aherrojaron la inspiración y el impulso creador. Necios, no aquilataron la ilusión de las nuevas obras que asoman en la actualidad”.

Porque no hay prosa sin trauma, rasguñan al menos dos gigantes carcajadas en La purga. La primera es una parodia permanente contra la autoproclamada importancia del arte, pues casi la totalidad de la novela ocurre como una vociferación de discursos de escuelas plásticas contradictorias y sin embargo convencidas de su centralidad. Y la segunda es la conclusión violenta del magante y anfitrión en el paraíso totalitario: trasunto florido, paralelismo exagerado de la crueldad que se cernía entonces contra la Argentina, entre menos metáforas que desapariciones. 

La purga bosteza, así, como un cuadro de tensiones insufribles que, pese a su verborrea espectacular, tal vez sólo entrega la contundencia de su almendra deliciosa en la sutileza de un tangencial abordaje del problema mayúsculo y al mismo tiempo invisible que significa escribir —crear, objetar, reír— en este continente, en esta costumbre de las vejaciones y los dictadores.

Y además esta novela de Juan Filloy es también una celebración constante de la voluntad enunciativa de los subyugados: la literatura latinoamericana —por más que sus diamantes se dispersen en el olvido— es la perpetua lección de las invenciones en la adversidad. Lo dijo mejor Silvio: “Quedamos los que puedan sonreír en medio de la muerte en plena luz”.