En nuestro sistema de gobierno, el poder ejecutivo tiene una fuente de legitimidad diferente a la del congreso: la ciudadanía puede elegir a una persona y al partido al que pertenece (o a una persona “independiente”) para ocupar la presidencia de la República o la gubernatura de algún estado, y al mismo tiempo optar por una mayoría legislativa opositora a cualquiera de esas opciones.
Lo anterior es el caso de Nuevo León, en donde el poder ejecutivo lo tienen Samuel García y Movimiento Ciudadano, y la mayoría del Congreso el PRI y el PAN. La crisis que se vivió en ese estado gracias a la licencia que pidió García para contender a la presidencia, y a que el PRI y PAN decidieron nombrar a un gobernador interino ajeno a la fuerza del ejecutivo estatal, significó la ruptura de códigos políticos importantes que mantenían la normalidad democrática y también fue un flagrante intento por apropiarse de una posición política que legítimamente no les pertenece. Me explico.
Legalmente, el Congreso del estado tiene la facultad de aceptar la licencia del gobernador y de nombrar a la persona que gobernará de manera interina en lo que ésta termina; esto estaba contemplado en la anterior Constitución y se encuentra en la vigente. Sin embargo, en estos casos, tradicionalmente, además de aceptar la licencia, se suele elegir a una persona afín al gobierno ejecutivo para ocupar dicho interinato. Así ha pasado siempre e incluso tenemos un antecedente reciente, pues el Congreso de Nuevo León compuesto por una mayoría de priistas y panistas, nombró al Secretario General de gobierno de Jaime Rodríguez, “el Bronco”, quien llegó al gobierno como independiente.
Los principios que sostenían ese acuerdo no estaban escritos en ninguna parte, pero tenían bases democráticas claramente reconocibles. En primer lugar, está la fuente de legitimidad ya mencionada: la correlación de fuerzas del Congreso es independiente de la fuerza del ejecutivo, y si bien puede adquirir una función opositora, no debe hacerse de la representación y de las atribuciones que le corresponden al ejecutivo. Con la decisión legal (pero ilegítima) del Congreso, de nombrar a una persona ajena al gobierno de García, se sobrepuso el principio de representación de los legisladores del PRI y el PAN; al principio de representación que Movimiento Ciudadano y Samuel tienen en el ejecutivo gracias a los votos.
Lo anterior ha llegado a un punto muy peligroso en el que, aunque García ha decidido no utilizar su licencia, algunos pretenden que no pueda regresar al gobierno hasta dentro de seis meses y que asuma funciones el interino impulsado por el poder legislativo. En los hechos, están quitándole el gobierno a quien lo ganó legítimamente por la voluntad popular.
Para muchos, la objeción de Samuel y MC al nombramiento de alguien ajeno a ellos se debe al miedo de que descubran una supuesta corrupción; pero no se contempla que, más allá de la grilla, el interino nombrado por el PRI y el PAN tendría seis meses para cambiar la ruta del gobierno, aunque nadie lo haya votado para eso: nombrar y remover titulares del gobierno, realizar decretos, impulsar políticas e iniciativas de Ley, administrar y utilizar el presupuesto, etcétera. ¿En verdad pensamos que no hay problema en que por seis meses se pueda modificar la ruta de gobierno por la que votó una mayoría de la población de Nuevo León? Si mañana le hicieran lo mismo a un gobernador priista o panista, ¿lo celebrarían justificándose en la mala operación política del partido en el poder ejecutivo estatal?
En segundo lugar, está la propia actividad política. Todos los políticos tienen sus intereses —absolutamente todos— y su actividad se basa, principalmente, en contender por cargos; por eso, en gran medida, existen las licencias, para que todos puedan aspirar a competir. Utilizar diferentes estrategias para negar licencias u obstaculizarlas, así como imponer nombramientos para que políticos destacados, populares o “nefastos” no puedan competir por un cargo, es un acto antidemocrático que corre el riesgo de reproducirse sistemáticamente en otros lugares y con diferentes pretextos. ¿Qué sigue? ¿Que una mayoría parlamentaria no le acepte la licencia a un colega legislador que tiene posibilidades de ganar una elección? ¿Que se nieguen las licencias de los alcaldes de la Ciudad de México para que los opositores no puedan competir? ¿Entonces todos los gobernadores que no cuenten con mayoría legislativa tendrán que entregar el gobierno que legítimamente le corresponde a su fuerza política si quieren competir a cualquier puesto?
Vivimos en una época en donde la arbitrariedad se celebra siempre. Para algunos, no importa lo que ocurrió en Nuevo León, porque se trata de Samuel García y de su mala operación política (ante esta situación anómala, el gobernador se equivocó en todas sus estrategias y puso en riesgo el orden constitucional). Pero el asunto es que la arbitrariedad debe señalarse siempre, independientemente de las simpatías, pues de lo contrario se valida y se legitima. Y el autoritarismo se alimenta de eso: de que se permita la arbitrariedad y que se rompan los pocos códigos que permiten la civilidad política.
Hoy es Samuel, está bien, les cae gordo. ¿Pero qué va a pasar mañana cuando le suceda a alguien con quien sí simpaticen? ¿Aún reivindicamos principios democráticos o ya sólo hay simulación? ¿Se vale todo para sacar competidores incómodos? Por ahora, pareciera que sí: la arbitrariedad venció en Nuevo León.