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La literatura no sirve para nada

A la literatura que se escribe en las periferias, como la Irlanda de Samuel Beckett o el Perú de Manuel Scorza, sin embargo, le cabe la dignidad de imaginar que balbucea para subvertir el mundo.

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La literatura no sirve para nada, excepto para subvertirlo todo, incluidos el convencimiento publicitario y el orgasmo neoliberal de que los lectores participan de la literatura en la pasividad de la búsqueda de autógrafos, la colección de hashtags de Instagram y la acumulación de ejemplares claro que originales y debidamente adquiridos a impresoras trasnacionales con riguroso control de regalías y licencias de reproducción.

Hace ya varias semanas, el lector y divulgador literario Federico Guzmán Rubio aseveró que la literatura no sirve para nada, en su cuenta de la red en desaparición Twitter, propiciando dos reacciones generales, a mi entender.

“Leer literatura no sirve para aprender nada y mucho menos para convertir a nadie en mejor persona. De hecho, leer literatura no sirve absolutamente para nada. El único motivo para leer literatura es para pasar el rato, matar la tarde y aplazar la muerte”.

Algo parecido dice Luis Buñuel en su despedida de la vida, Mi último suspiro, escrita, como tantas de sus películas, con el acompañamiento del profesional del guion cinematográfico Jean-Claude Carriere: como testigo del alzamiento fascista de Francisco Franco contra la segunda república española, el director de El discreto encanto de la burguesía expresa que si bien ambos bandos de la Guerra Civil cometieron atrocidades, le parecía más grave la crueldad del lado falangista toda vez que tendía a tener una mejor formación intelectual, escolar, académica, en fuentes de la cultura clásica. Lo que, remarca el aragonés, no le impidió ejercer una violencia desmedida y desollante contra sus pares rojos. 

Así, la literatura en ese caso no sirvió para nada.

Hubo dos reacciones al tuit de Guzmán Rubio, decía. Una fue laudatoria: efectivamente, qué bueno que la literatura no sirva para nada, se dijo, porque escapa así de la obligación de la utilidad.

La otra, me parece, reprobaba la idea. Porque, contrario a lo que figura la postura anterior, reducir a la literatura al entretenimiento es despojarla de toda posibilidad de colmillo, de amplitud de imaginaciones, para convertirla en un vaso de estantería funcional a la nadería del espectáculo. Pasar el rato, matar la tarde, aplazar la muerte: rendirnos al tedio mientras nos acomodamos, parece insinuar el mensaje del divulgador.

A la literatura que se escribe en las periferias, como la Irlanda de Samuel Beckett o el Perú de Manuel Scorza, sin embargo, le cabe la dignidad de imaginar que balbucea para subvertir el mundo y debilitar sus concentraciones tradicionales de poder; en una operación invisible, por supuesto, nada ingenua por esperanza, pero en la que sin embargo se juegan la sustancia de su mejor piel.  

El texto tiene que probar que me desea, dijo por ahí Roland Barthes. Y, entonces, qué duda cabe, a alguna literatura de la conformidad le acomodará bien no servir para nada más que acompañar la desguanzada espera de la retrasada muerte. 

En todo lo demás, probablemente, camina el ciempiés, cuyo gozo es la encrucijada.