Argentina llegó al ballotage con dos escenarios surreales: por un lado, el Ministro de Economía Sergio Massa con más de 140% inflación en el último año y más de 40% de pobres podía; por el otro, aparecía con posibilidades de victoria un tipo propio de un centro psiquiátrico (Javier Milei), entre sus propuestas figuraban la venta de órganos y niños.
Bajo un escenario de hartazgo, tras cuatro años de un mal gobierno de Mauricio Macri y otro de Alberto Fernández quien no supo resolver ninguna de las deudas del gobierno anterior. Javier Milei fue electo presidente de forma contundente con más de 10% de diferencia sobre su rival. Cabría preguntarse sobre alguna racionalidad del pueblo a la hora de elegir o si simplemente la gente vota con rencor y el dolor de ver el bolsillo “vacío” (se entrecomilla porque actualmente los niveles de consumo son más altos que en 2019 durante la administración macrista).
No importó que el flamante presidente electo considere que él y su perro se conocieron en el Coliseo Romano hace 2000 años o que su candidata a vicepresidente sea una apologista de la dictadura (ojalá solamente fuera negacionista), tampoco pareció importar mucho su propuesta sobre la libre portación de armas, ni que crea que el Papa sea el “representante del maligno en la Tierra”, ni que considere que la salud y la educación deban ser privadas, ni que cada vecino deba construir su propio drenaje, ni que las calles perfectamente podrían ser privadas, ni que haya insultado a un dirigente de centro derecha diciéndole “zurdo de mierda, sos una cucaracha que hay que aplastar”, ni que practicase boxeo con la figura de Raúl Alfonsín (el padre de la democracia argentina). Y así podríamos continuar la lista por dos cuartillas más, pero no es nuestra intención alargar esta serie.
Consideramos que una democracia se construye con el consenso de los cimientos que hicieron posible la misma. Pese a sus desastrosos resultados económicos, hay algunos acuerdos de cada fuerza política que habría que mantener para evitar poner en riesgo a la democracia. La ruptura de estos consensos no se dio de un momento a otro, poco a poco la fuerza más dura del PRO (partido de Mauricio Macri) fue socavando ese consenso al tratar al kirchnerismo como una fuerza a destruir; de esta manera, ya no se trató de hablar de un disenso con el rival, sino de que el enemigo era algo a abolir. ¿O cómo podríamos explicar la inexistente condena de un sector del PRO ante el intento de magnicidio a Cristina Fernández de Kirchner? La gota que derramó el vaso en torno a este consenso hay que encontrarlo en el éxito de la fórmula Milei-Villarruel. Por un lado, Milei nunca fue capaz de decir que cree en la democracia como sistema de resolución de conflictos y Villarruel se presentó sin tapujos como una apologista de la dictadura de Videla.
En Argentina, todo puede cambiar de un momento a otro. Sin embargo, en este momento, el discurso de Milei fue un anuncio de la destrucción de todo lo que él llama el “modelo de la casta”. Mencionó que “no hay lugar para gradualismo”, así podemos inferir que los subsidios al transporte serán anulados, pronto se avanzará con la dolarización (la cual requiere una hiperinflación previa para tener el dólar lo más alto posible), la salud y la educación pasarán a ser privadas y las provincias dejarán de recibir el presupuesto federal. No obstante, comenta que no se hará responsable de los siguientes 21 días de transición entre los gobiernos. Así, claramente quiere que el gobierno de Alberto Fernández asuma el costo político de una devaluación brusca. Sergio Massa no parece dispuesto a pagar ese precio, y al parecer habría presentado su renuncia al Ministerio de Economía. Todo indica que la novela argentina no encontró fin este 19 de noviembre, sino que únicamente vivió un capítulo más que la pone a girar en torno al precipicio (ya no únicamente económico, sino también democrático). En un futuro, cuando la gente se pregunte cómo se destruyen las democracias, quizás se tengan que detener en la Argentina de 2021-2023, y preguntarse si nuestras sociedades se encuentran en un proceso de individualización tan extremo que la destrucción de la democracia sería un precio menor a pagar si se “arregla” la economía. Más de la mitad de los argentinos decidieron esta última opción.