En su novela sobre el suplicio y su relación con el paroxismo del orgasmo como oportunidad para la vinculación trascendental con el cosmos, Farabeuf, el escritor fifí Salvador Elizondo asevera que el olvido es más tenaz que la memoria.
Con esta línea pienso en una de las plumas más brillantes y versátiles que ha parido nuestro México, talento desbordado que sin embargo no por ello encuentra precisamente un respaldo sistémico de conservación, divulgación o discusión de su obra: hablo de la dramaturga y novelista Luisa Josefina Hernández, nacida en 1928.
Heredera de la cátedra de Rodolfo Usigli en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, coetánea de otro dramaturgo más impreso y celebrado que ella, Jorge Ibargüengoitia, relación que describe y fabula en Las confesiones, esta novelista nuestra hizo un arte magnífico de la comprensión psicológica del matiz cotidiano, donde la mezquindad y el heroísmo lírico conviven en belleza ampollada.
Y sin embargo, la mejor fortuna de su obra es el extravío en librerías de viejo, la desaparición de sus materiales en la abismal categoría de los inconseguibles.
No obstante que, por ejemplo, con su obra Apocalipsis cum figuris, publicada originalmente en 1982 por la Universidad Veracruzana, ganó el celebrado premio Xavier Villaurrutia, que se suele mentar como uno de los más importantes de la literatura nacional, esa misma pieza no es fácil de encontrar en los catálogos de nuestras librerías —pensando apenas en la Ciudad de México, donde, por cierto, iniciaron los trabajos de impresión del continente americano en el siglo XVI, y sin embargo hoy no se reimprimen en sus talleres, que editaron a Pablo Neruda, las obras que no interesan a la especulación del mercado, más enfocada en nuevas oportunidades y dinámicas de la publicidad y en el rostro juvenil en las solapas de libros a veces traídos en barco desde el puerto de Cádiz, como que se rumora que el pasado nos vuelve a pasar.
A contraflujo de la fama repartida en aeropuertos de algunos de sus contemporáneos, como Carlos Fuentes —por cierto, también nacido en 1928— y Octavio Paz, sin embargo, Hernández hizo una literatura tan tenaz como el olvido que hoy la envuelve, madura en su observación de los sentimientos ocultos con que nos agredimos en la familia, en la seducción, en el enamoramiento, en el machismo, en el abandono, en la calle, en la cantina, en el desprecio de nuestros iguales, con una pluma sólo discreta en apariencia, que considero más bien certera, firme por sus capacidades de observación de la escurridiza y al mismo tiempo obvia alma humana, torpe en la transparencia de sus necesidades, bondadosa a pesar de la reiteración de su violencia.
Y a la escritora, pese a los accidentes, le queda la certeza de los artistas genuinos: más allá de los aplausos, escribió magníficamente bien por la lucidez de sus apuntes en torno a los vicios de nuestras sociedades, por el riesgo de sus imágenes poéticas, por la reiteración de un oficio que busca su verdad artística a pesar de la sordera de su entorno, a pesar de las aceleraciones enfocadas en otro lado.
Para muestra, un botón de La memoria de Amadís, editada en 1967 por la desaparecida (absorbida por una trasnacional, es más preciso admitir) editorial Joaquín Mortiz, en su maravillosa, compacta, versátil, divergente y desvanecida Serie del volador:
- “—¿No será que toma usted a su marido demasiado en serio?
- —No, al contrario. Llevo dieciocho años casada con él y es la primera vez que lo tomo en serio.
- —Entonces, es que ya se acostumbró a decir cosas y a que no ocurra absolutamente nada.”