Hace un año, Héctor Aguilar Camín planteó que México empezaba a despertar del sueño lopezobradorista. Por un lado, despertaban los desencantados, de entre los que destacaban aquellos con la honestidad intelectual suficiente para criticar los errores del gobierno que defendían; y por el otro, los que, como él, si bien no estaban encantados, no creían que el sexenio sería tan poco alentador. En ambos casos descubrían que, como sugiere el título de su columna, en realidad habían vivido una pesadilla (Milenio, 16-08-2021).
Su reflexión sigue describiendo cierto ánimo de la segunda parte del sexenio, pero no me parece que estemos viviendo un despertar, sino que más bien seguimos en el letargo de la transición a la democracia. López Obrador fue parte de dicha transición y conocía muy bien sus reglas, formales e informales. Su movimiento político se originó por la exclusión de un régimen que faltó a su palabra —traicionando el ímpetu de cambio del 2000— y no permitió la consolidación democrática del tripartidismo en 2006. Esa es la razón por la que desde entonces actuó como outsider pese a pertenecer a la misma clase política: fue un excluido de un sistema que ayudó a construir.
Con el triunfo de 2018, se reactivó el ímpetu del cambio que surgió con la transición a la democracia, esta vez encarnado por López Obrador, quien en su figura representaba, ahora sí, el cumplimiento de la promesa de transformación. Pero en los hechos, su gobierno ha sido más bien una revolución pasiva del régimen de la transición. En primer lugar, seguimos teniendo a la misma clase política. La oposición, atada aún al tripartidismo, no tiene nuevos referentes ni ideas innovadoras que ofrezcan algo diferente para enfrentar los problemas nacionales. En tanto, Morena tiene en sus filas a viejos adversarios, algunos de la peor calaña, nacional y local, y a antiguos izquierdistas, que formaron parte del tripartidismo, y que importaron al partido, incluso con mayor cinismo, sus peores prácticas políticas. El sistema de partidos está en ruinas, pero la clase política de siempre sigue de pie en ellas.
En segundo lugar, persiste una baja calidad de la democracia. Se sigue lucrando con la pobreza de la gente para la movilización electoral y se mantiene el fraude, sólo que ahora no hay quien cuente con la autoridad moral para reclamarlo, y los que lo realizan se ufanan de tener la estatura moral para negarlo. En tercer lugar, persiste el neoliberalismo y la misma política de seguridad, aunque con ciertos ajustes: un carácter social en el primero y el surgimiento de la guardia nacional en el segundo.
Así, el lopezobradorismo, aunque ha cambiado ciertas cosas, alargó la vida de las formas de dominación que se suponía iban a transformar. En el fondo, López Obrador es otra cara del régimen de la transición, una más radicalizada, pero, de cualquier manera, y a pesar de su discurso, que parte de sus bases. El sueño inició en el 2000, no en 2018. Desde entonces sufrimos un letargo, cada vez más profundo, esperando despertar.