En el pináculo de su poder el Presidente camina en tres direcciones. La primera es influir en su propia sucesión, por eso quiere controlar al INE. La segunda es que la concentración de poder lo lleva a perder sentido de la mesura y a meterse en asuntos de otros países, como si él fuera el árbitro de la política regional. Y la tercera es que define con más claridad su modelo de liderazgo.
AMLO tiene dos raíces políticas. La primera, el nacionalismo revolucionario. Sus concepciones, su lenguaje, y su utopía personal es regresar a esos tiempos. Sigue soñando con un Ortiz Mena y su política hacia Cuba obedece más a su teletransportación a los 60, que propiamente a un análisis sobre lo que hoy significa Cuba y los intereses de México. La segunda es la populista. A diferencia de los políticos democráticos, los populistas no gobiernan, se movilizan y su único espacio de reproducción vital es alimentar su retórica victimista y polarizadora. Además, su apego a la verdad es cada vez más distante, mienten y reconstruyen pasado y presente y a través del discurso de la identidad hacen a sus votantes comulgar con ruedas del molino o culpan a fuerzas ocultas de sus reveses. El esquema, como diría Perogrullo, funciona hasta que deja de funcionar.
Pero es evidente que hoy por hoy funciona y AMLO es un éxito político. El primer componente para explicarlo es que movilizarse y desarrollar una política de identidad con todos aquellos que tienen un resentimiento (como lo explica Fukuyama) es clave. Más que resultados, la gente busca un reconocimiento y los desfavorecidos encuentran una fuente inagotable de orgullo en el Presidente. La gente quiere que se le muestre el respeto, aprecio y dinero. Todos los días AMLO recuerda a los humildes que su gobierno es de ellos.
El sentido de identidad se adereza con fuertes dosis de esperanza. La gente sigue creyendo que este país cambiará a pesar de los años transcurridos y los fracasos cosechados. A la identidad y la esperanza, el mandatario agrega dos factores más: la credibilidad al inaugurar obras, aunque no funcionen (como el AIFA), y la entrega de apoyos sociales que la gente constata y lo agradece. Esa sigue siendo su fuerza.
Que el país está perdiendo competitividad es cierto, pero que la gente recibe dinero lo es también. Un fracaso lo compensa con una dádiva. Me encantaría decir que AMLO está fundando el Estado de bienestar, lamentablemente lo que veo es una maquinaria electoral cada vez menos disimulada que reconstruye la vieja política del PRI y pone a las finanzas públicas en una trayectoria incierta.
Además de estos factores, se debe anotar el uso inmisericorde de la propaganda y la utilización masiva de los medios del Estado para promoverse. El viernes (por ejemplo) usó dos horas 20 minutos los canales públicos para transmitir su mensaje. Dispone también de los tiempos del Estado para promoverse. Si esto fuera poco, sus gobernadores (acusados de violar la Constitución por el Tribunal Electoral) refuerzan su propaganda. El Presidente es un gran comunicador sin duda, pero tiene una plataforma de resonancia que ningún otro mandatario o líder democrático ha tenido.
Estos son, a mi juicio, los elementos que explican por qué un país que no avanza está tan contento con su gobierno.