Es mucho más que una estratagema discursiva del presidente de México afirmar que el neoliberalismo desborda el margen de una dinámica económica.
Es mucho más que una tarea honrada tratar de identificar que el neoliberalismo se ha convertido en otra cosa además de una política violenta de desregulación del mercado: en cambio, el modelo de mundo que Estados Unidos intentó imponer tras la desintegración de la Unión Soviética ha impregnado múltiples áreas de la verdad humana, incluida la literatura.
Así, nos hemos acostumbrado a pensar en la privatización de la rima, en el privilegio de reservar el hallazgo sonoro ante oficinas de la propiedad intelectual, el derecho comercial y la identidad de autor. Nos hemos domesticado en pensar que la literatura son los paquetes de frases que empastan editoriales trasnacionales para exclusivizar su acceso en precios altos al público (por encima de los 15 dólares por ejemplar, estimemos rápidamente). Nos hemos acostumbrado a encarnar la fila pasiva de lectores que se asumen fanáticos a la espera del autógrafo de la estrella hospedada en hoteles lujosos durante las ferias de libro en centros de convenciones con aire acondicionado y techos altos.?
Nos hemos domesticado como fanáticos —no inventores en segunda generación, interlocutores, sujetos detonados en nuevas oportunidades de creatividad verbal, coautores mediante la lectura, intérpretes equívocos que en su deslizamiento inauguren la oportunidad de otros dobleces y exabruptos.
Pero la literatura real, la histórica, la milenaria, sucede en todas partes, muchas de ellas entre la mística de la autonomía y la desobediencia contra los cauces obligados de la normalidad. Así, ¿quién dudaría de la poesía de los borrachos que se subliman y anotan pedazos de inteligencia y lucidez en las paredes de los baños? ¿Quién olvidaría que los jaraneros y decimistas anónimos, sin la urgencia del reconocimiento individualizado, garantizan la prevalencia de la forma poética medieval para actualizar sus formas de erotismo en la soledad campesina? Por estimar ejemplos rápidamente.
¿Y quién invisibilizaría que las literaturas se escriben sobre los fémures luminosos de otras obras, otras escrituras, otra poesía, la que en el mundo ha sido antes nuestro?
En su segunda novela, el poeta ecuatoriano Jorge Enrique Adoum alardea explícitamente del ejercicio de esta regurgitación creativa y reconoce el robo a un puñado de autores.?
Se llama Ciudad sin ángel, editada en Siglo XXI en 1995 y todavía accesible en librerías regulares, como que es el día que no agota su primera edición, 27 años después; y en su última página, tras recorrer la hermosura transgresora y propositiva del arte, el erotismo abusivo desde perspectivas machistas y la violencia política de la dictadura en Ecuador, reconoce sus influjos, sus invasiones:
“En el texto hay citas, a más de aquellas cuyo origen se indica, de los siguientes autores, por orden de aparición en las páginas”. Y salpica nombres: Homero, Salomón, Carlos Drummond de Andrade, Djuna Barnes, Samuel Beckett, Pablo Neruda, Eduardo Galeano, Karen E. Stothert, entre bastantes otros.
Brevísima salida a un narrativo recorrido pasional y denunciante —magnífica novela, por cierto, que nos recuerda que los poetas suelen escribir muy bien en prosa— que nos devuelve a una verdad sustancial: sin contagio, sin mestizaje, sin variación, sin robo desprovisto de comillas, la literatura no es más que un río privado de autoproclamaciones en excelencia que, aparte de esto, se pudre.
Samuel Cortés Hamdan es periodista y licenciado en literatura por la UNAM. Busca recordar literaturas latinoamericanas abandonadas por el estruendo de la novedad, recorre la ciudad como un elogio a la crónica abigarrada y pretende la musicalidad de la conexión intersubjetiva. Ha publicado en distintos espacios, como la Revista de la Universidad, el Centro de Cultura Digital, el Guanajuato International Film Festival y Notimex. Es cofundador de la revista cultural autogestiva Altura desprendida.