Opinión

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La poesía completa de Gonzalo Rojas y los versos en el morral

La poesía es para transportar bajo el ala aleve del leve abanico de ediciones que no rebasen el grosor de las cien páginas escondidas en los morrales, para leer con ligereza distraída en el camión.

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Tiene ya unos años que el Fondo de Cultura Económica (FCE) editó en un ejemplar enciclopédico la obra poética completa del chileno asmático Gonzálo Rojas; Íntegra, se llama el volumen que promete compañías de a kilo en la experiencia del “salto alto de la Poesía por encima de mi cabeza”, como dejó asentado en su testamento lírico.

            En 2016 tuve la fortuna de defender una tesis de licenciatura en la UNAM acerca de un poeta olvidado de la diáspora chilena en México tras el golpe de Estado perpetrado por Augusto Pinochet contra el gobierno democrático de Salvador Allende en septiembre de 1973. 

            Se trata de Hernán Lavín Cerda, rara avis en la jungla de aves raras que supone la lírica latinoamericana, que hizo del barroquismo un discurso de contraconquista a pesar de sus orígenes ideológicos articulados desde el Vaticano contra la reforma luterana. Entonces, Eduardo Casar fue presidente del sínodo que evaluó mi investigación y aludió a Íntegracon el humor que lo distingue. 

Esos mamotretos, dijo más o menos, son intransferibles. Efectivamente, la edición del FCE cuenta con casi mil páginas que concentran una de las obras líricas más enriquecedoras —entre tantísimas otras cosas, por su insistente pie quebrado— de la irreductible poesía latinoamericana, donde especialmente Chile sufrió varias transformaciones imaginativas en el siglo XX, en las que Rojas ocupa una preponderancia de grandes transparencias exquisita. “Somos otro sol”, dejó escrito por ahí.

La poesía, abundó Casar entonces, es para transportar bajo el ala aleve del leve abanico de ediciones que no rebasen el grosor de las cien páginas escondidas en los morrales, para leer con ligereza distraída en el camión; con abismal tremor ante los estruendos de las olas en Zipolite, Oaxaca; con tristeza entre las pausas de la orina incontenida en las salas de espera de los hospitales; para picotear en un verso que nos deje reflexionando y luego volver a guardar el libro —insisto, volátil, casi invisible— hasta la siguiente visita de las dudas.

El profesor universitario no ejemplificó tanto, tal vez glosé algunos gránulos de ese momento. Pero disfruto mucho el postulado de la idea: a las enciclopedias, pesadas, solemnes, totales, concluyentes, no las visita nadie sin un gesto de veneración eclesiástica, monumental, tal vez. Y la poesía tendría que ser lo contrario: el deambular poroso, la iluminación irreverente, la musicalidad deliciosa a ras del piso, cotidiana, manchada de uso, interrumpida por lo real que describe y amplía, como el timbre de bajada de un microbús que invita —otra vez— a devolver una edición delgada a prisa al morral del accidente antes del tope o el semáforo.

Porque además el precio de un libro de casi mil páginas es diferente al que pueden gozar los títulos olvidados de la delgadez impresa. Íntegra ronda los 450 pesos, tal vez alejados de las servilletas arrugadas y los sacapuntas modestos que podrían habitar los morrales de la distribución accesible y sus accidentes lectores arrobados. 

Mientras tanto, mientras seguimos especulando en la pertinencia de los tabiques en verso, Rojas se despide desde su ensayo testamentario: 

a la calle 42 de New York City el paraíso,

a Wall Street un dólar cincuenta,

a la torrencialidad de estos días, nada,

a los vecinos con ese perro que no me deja dormir, ninguna cosa,

a los 200 mineros de El orito a quienes enseñé a leer en el silabario de Heráclito, el encantamiento,

a Apollinaire la llave del infinito que le dejó Huidobro,

al surrealismo, él mismo,

a Buñuel el papel de rey que se sabía de memoria,

a la enumeración caótica el hastío,

a la muerte un crucifijo grande de latón.