El problema de la sucesión presidencial no es que inició demasiado temprano, sino que está enmarcada en la arbitrariedad. Es la voluntad de una persona la que acredita a los que pueden sucederlo y al supuesto método a través del cual se decidirá.
Con ello, se descartó que el camino a la silla presidencial sea el del mérito —ya sea por eficiencia o por ganar el apoyo del pueblo a través de elecciones—, y se formalizó que fuera el de conseguir la simpatía de quien manda. Esto ha ido más allá de la sucesión y ha vestido a toda la política oficialista: todo se reduce en quedar bien con los que toman decisiones, esperando que en algún momento su voluntad les favorezca.
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La consecuencia de todo esto es el miedo. Como todo depende de la voluntad de unos cuantos, siempre existe la posibilidad de ser oprimido: excluido, señalado y bloqueado. No es necesario que se haga explícita la dominación y los reglamentos y estatutos pasan a segundo término. Unos callan y obedecen con tal de no exponerse a una posible reprimenda de los que ejercen el poder arbitrario.
El miedo produce una personalidad sermonera y servil. Por un lado, se regaña y agrede a cualquiera que disienta, sin importar si son opositores o miembros de su partido que no forman parte del grupo favorecido por la voluntad dominante. Fingen valentía porque sienten que ejercen poder, pero sobre todo porque creen que esa actitud los reafirma ante los ojos de quien dependen. Pero, por otro lado, se agacha la mirada ante los realmente poderosos mientras los adulan constantemente.
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Antes el “es un honor estar con Obrador” se basaba en la resistencia frente a la arbitrariedad del poder —en la calle, en las casillas, en las caricaturas políticas y en los pocos espacios de opinión—. Hoy, algunos quieren hacernos creer que se trata de hablar exageradamente bien del poder y arropar actos y candidaturas indignas, con zalamería y trending topics.
Repito: el problema de la sucesión no es que iniciara antes de tiempo, sino que formalizó una forma de hacer política que no fomenta la libertad. Porque para que haya libertad, no basta con decir “prohibido prohibir”, es indispensable terminar con la arbitrariedad. A principio de sexenio se suponía que el lopezobradorismo se convertiría en una identidad política, pero algunos lo han reducido a un ethos: el de los serviles.