Opinión

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Híbrido

La frontera entre un monarca y un tirano es la existencia de la ley. La ley protege al gobernado de los abusos del poderoso y a la prensa que divulga aquello que el poder no quiere que se sepa.

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Ser percibido como un híbrido entre autoritarismo y democracia debería (cuando menos) activar señales en el gobierno y revisar una trayectoria que cada vez infunde más temor que esperanza. Estar en un limbo en el que cohabitan rasgos democráticos cada vez más desdibujados y un creciente uso de los recursos tradicionales de la paleta autoritaria, debería ser motivo de inquietud para la izquierda democrática.

Revelar los ingresos de un periodista crítico es mandar un mensaje aterrador a la sociedad: quien se mete con el Presidente sale espinado. Las consecuencias que esto tendrá en materia de libertad de expresión son enormes; de entrada, la contención de muchos colegas que preferirán el autocontrol al riesgo de ser primero señalados y después vulnerados por el poder. El mandatario fijó nuevas reglas y las perspectivas de tener un país más abierto se han vuelto sombrías.   

Muchos de sus antiguos legitimadores justificaron la concentración de poder como un mecanismo transformador. Incluso defendieron su decretazo diciendo que “astutamente” se adelantaba a sus enemigos para evitar ampararse. En otras palabras, les parecía válido privar de derechos a los opositores. Ahora lo tendrán más crudo para explicar, desde una postura democrática, que el mandatario haya decidido cruzar una línea que lo acerca más a la autocracia.

La frontera entre un monarca y un tirano (decía Montesquieu) es la existencia de la ley. La ley protege al gobernado de los abusos del poderoso y a la prensa que divulga aquello que el poder no quiere que se sepa. El mismo interés (y repudio) que generó el estilo de vida de los hijos de Marta Sahagún, o las hijas y la esposa de Enrique Peña, hoy pone al poderoso de turno en la picota. Ni más, ni menos. Aquí no aplica aquello de “callaron como momias”.

El Presidente publicó información que deshonra a la institución presidencial. Lejos de ser un gesto heroico es un uso faccioso de las instituciones, similar al que gobiernos anteriores hicieron con el uso indiscriminado del espionaje, con el agravante de que no fue una intimidación velada o dirigida, sino un mensaje urbi et orbi. El que se meta conmigo, la paga. Ya sus redes traen ese tono amenazante.

No sorprende que los observadores externos concluyan que México se aleja de la normalidad americana, en donde, salvo en el caso de Bolivia, el resto de los países (Venezuela, Nicaragua y Cuba no lo son) tienen democracias imperfectas pero funcionales. A mí me gustaría más parecernos a Uruguay o a Chile, pero las tendencias hablan de un corrimiento al autoritarismo y la intolerancia.

El acoso de la bancada mayoritaria al INE no habla tampoco de un saludable equilibrio constitucional, sino de una narrativa facciosa para quitar contrapesos. La centralización y la arbitraria forma de conducir la política exterior, hablan de una deriva desinstitucionalizante que nos aleja de los sanos equilibrios de una república. Equilibrios que inician en la burocracia profesional que tendría que recordar al Presidente que no puede vulnerar secretos fiscales o no puede hablar de los gobiernos de otros países como si estuviera en el antecomedor de su casa. 

La advertencia está allí, publicada por The Economist. Se podrá polemizar con el medio o buscar arcanas explicaciones de la teología presidencial, pero los ataques a la libertad y al órgano electoral permiten concluir que este país no está profundizando en su vida democrática. 

Si lo que más estima es su reputación, el viernes la mancilló. Cruzó un Rubicón que no lo lleva a las Galias, ni a ninguna parte donde exista gloria.