Advierto a mis lectores que esto se trata de un plagio… o tal vez no. Todo depende de si hablo bien o mal del gobierno. Si digo que el presidente es una gran persona, que ya no hay corrupción o que vivimos tiempos extraordinarios, no sería un plagiario y podría divulgar el sentido común de la nueva vida pública de México. En una de esas, con un poco de suerte, podría posar en una foto con quien gobierna la ciudad, quizás aspirar a ser diputado, o incluso, todavía mejor, a ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Por el contrario, si digo que el presidente se equivoca, que ha militarizado más al país, que ha hecho más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, o que su gente incurre en actos anticipados de campaña, entonces sería un plagiario y además un conservador, un traidor y un neoliberal.
Digo que esto es un plagio porque no narro una historia original, me fusilo sin citar un clásico cuento de navidad. Érase una vez un hombre mayor, muy gruñón, que vivía en una lujosa casa y que todos los días desde su ventana gritaba “hipócritas, aspiracionistas, cretinos, achichincles, rateros, conservadores” y muchas otras cosas más. A este señor lo atormentaban en su palacio tres fantasmas: el de los gobiernos pasados, el del gobierno presente y el del gobierno futuro.
El fantasma de los gobiernos pasados le recordaba sus más grandes enojos, sus principales derrotas y sus grandes resentimientos, pero también le traía la mejor excusa para justificar sus acciones. Si alguien robaba, no importaba, antes robaban más; si alguien mentía, no había problema, antes mentían más; si alguien era inmoral, qué más daba, porque antes, seguramente, se hacían cosas peores. El pasado lo atormentaba, pero a su vez lo ayudaba a limpiar su conciencia.
El fantasma del gobierno presente lo angustiaba con su más grande frustración. Quiso ser como los grandes presidentes de la historia, pero en los hechos fue un presidente medianón. El país estaba sumido en la inseguridad, con corrupción, sin seguridad social universal y sin grandes obras realizadas. Total, sin un gran legado que presumir, pues hasta su nivel de aprobación en las encuestas era igual que el de sus antecesores. La frustración fue tal que tuvo que organizar una marcha para consolarse. Su máximo logro fue que venció, pero en el presente no tenía nada más que celebrar.
El fantasma del gobierno futuro le generaba incertidumbre. La (no) precandidata no destacaba en nada, salvo en ser la consentida, suya y del sistema. Las clases medias no los querían, ni a ella ni a él, y eso no lo dejaba dormir. ¿Cómo era posible que los aspiracionistas que antes lo amaban ya no lo hacían? ¡Ahora mordían la mano de quien les quitó el bozal! Por eso todas las noches planeaba qué más podía hacer: qué ley podía cambiar, qué calumnia debía inventar, qué mentira tenía que improvisar, qué acto de corrupción había que negar, a qué ministra plagiaria había que defender o a qué personaje conservador había que culpar. Lo que fuera con tal de ganar. A eso quedó reducida la investidura presidencial.
Con este fantasmal artículo he procurado despertar al espíritu de una idea sin que provocara en mis lectores un malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmigo. He advertido desde el inicio que se trataba de un plagio… o tal vez no.
¡Feliz fin de año y próspero año nuevo!