Opinión

A LA IZQUIERDA

Messi: el artista y el caudillo

En este mundial, pero sobre todo, desde la Copa América, hemos visto a otro Messi. Fue obligado a dejar Barcelona, pero en su selección fue recibido con los brazos abiertos.

Créditos: EFE
Escrito en OPINIÓN el

Messi es un artista melancólico. A los 13 años dejó a su patria, a su barrio, a sus amigos y a su familia, para buscar en Barcelona mejores condiciones de vida para él y para los suyos. ¿Se imaginan lo que significa tener 13 años y estar obligado a soportar que el futuro de tu familia depende de ti? Se nos olvida que para los futbolistas la vida pasa muy rápido, pues se les exige mostrar disciplina y madurez desde la infancia y la adolescencia, y a los 35 años los consideramos ya unos ancianos. El juego deja de serlo cuando es su obligación y su infancia es despojada cuando se les pide asumir responsabilidades de adulto.

Aún así, “la pulga” se abrió paso gracias a su genio y maravilló al mundo con sus dotes artísticos de gambeta, visión de campo, pases y definición. Pero no lo hizo solo, sino junto a una compañía teatral fantástica en la que tenía el papel principal. El momento cumbre de su irrupción futbolística se dio en el Olímpico de Roma, frente a Cristiano Ronaldo, rival con el marcaría toda una época. Con su 1.69 de estatura, remató de cabeza un pase magistral de Xavi Hernández y el público se desbordó en aplausos ante la puesta en escena de un artista nato, en medio de un futbol cada vez más automatizado y de fortaleza física. 

Pero como buen melancólico, pese al éxito se mostraba retraído, incluso ausente, con una incomodidad indefinible que lo acompañaba siempre. Su esencia contrastaba con la de los ídolos argentinos de los últimos tiempos. No tenía la rebeldía de Riquelme ni el desparpajo de Maradona. Aunque en algunos momentos —como aquel gol contra el Getafe y otro que hizo con la mano—, se llegó a pensar que podía ser el heredero del Diego, sus actuaciones con la selección y su falta de personalidad —tener el “pecho frío”—, decepcionaron a su gente y a la prensa de su país, un público muy diferente al que lo recibió en Barcelona.

Y es que Messi se desarrolló en un futbol aburguesado, gourmet, lejos del aguante, las patadas mala leche, el pasto mal podado y en donde la picardía es mal vista. Ahí, el artista luce y seduce a los eruditos y a la afición que disfruta del futbol caviar. Pero en casa, en el barrio, no es suficiente. Ahí se juega con los amigos, con el que no sabe dar más de dos pases pero que mete fuerte la pierna, con el lateral correlón que nunca se cansa pero que no te mete un centro decente, con el portero que no te cacha un centro pero que siempre se crece en los penales, y con los colegas con los que te entiendes y puedes ser cómplice. En el llano no se imponen las bellas artes, sino los ejércitos liderados por caudillos que ponen su talento al servicio de los demás, que lideran al grupo, que soportan las patadas, que gritan, que muerden, que impulsan las habilidades de todos mientras que además cargan con sus carencias, y que al final, pase lo que pase, asumen la responsabilidad y animan a los suyos.

Ante esa falta, la melancolía y la nostalgia del artista aumentaron. Ni con el pelo pintado, ni con los tatuajes, ni anotando cientos de goles en Europa podía adquirir eso que sólo se aprende abajo. “Es increíble, no se me da”, comentó alguna vez mientras lloraba y encarnaba lo difícil que es no poder volver a casa y no ser lo que se quiere ser. En su selección nacional no se compite junto a los mejores que hay en el mundo —esos que están al alcance del dinero y de los grandes magnates—, sino con lo que hay —lo buenos, los malos y los cumplidores— y se carga con los anhelos de un pueblo al que el futbol lo cohesiona tanto como lo divide.

En este mundial, pero sobre todo, desde la Copa América, hemos visto a otro Messi. Fue obligado a dejar Barcelona, pero en su selección fue recibido con los brazos abiertos por un grupo y un cuerpo técnico que parecen motivarlo como ningún otro. No es una compañía de teatro, es una pandilla de colegas que así como dan un buen partido, dan otro terrible y hacen sufrir a todo un país. Pero junto a ellos a Messi se le calienta el pecho, se le olvida la melancolía y luce dispuesto a recuperar la infancia perdida y a tomar el cielo por asalto. Este último encuentro con la historia no lo enfrenta solo con la soltura artística del ballet aprendido en la Masía, sino metiendo la pierna, diciendo leperadas y a trompicones. La gloria está cerca, pero para alcanzarla, además de la suerte —que hasta el momento lo ha acompañado— necesita dejar de ser un artista y debe convertirse en caudillo.