La elección presidencial de Brasil que culminará su segunda vuelta este domingo 30 de octubre, es una encrucijada para Brasil, sí, pero también para el continente americano y el mundo. El gran contraste de las posiciones de los dos contendientes, Lula y Bolsonaro, ha hecho de esta elección un episodio casi dramático.
Brasil es el país más grande en territorio y economía en América Latina, el quinto más extenso territorialmente a nivel mundial y ocupa el lugar 13avo entre las economías del mundo. Ese perfil lo coloca, de por sí, con una amplia influencia en la definición de posiciones políticas, económicas e ideológicas que están en disputa actualmente en el continente y en el mundo. Adicionalmente, lo que da substancia a su poder de influencia es el contenido y enfoque de sus alianzas políticas y económicas con América Latina, Estados Unidos, y ahora China. Es desde ahí, que ubicaré tres encrucijadas, que se decantan en la elección Lula vs. Bolsonaro.
Primera encrucijada. Ubicando esta elección en el contexto de la reciente configuración política de América Latina, el 30 de octubre es una encrucijada en torno a la forma y sentido económico y político de la segunda ola de gobiernos progresistas de la región en lo que va del siglo XXI, donde está en juego cómo finalmente se desmantela la estructura neoliberal, la cual no sólo es económica, sino cultural y constitucional; así como con qué contenidos sustituirla.
Recordemos que la primera ola aparece a principios del 2000, con la elección de Hugo Chávez en Venezuela y Lula da Silva en Brasil; se apaga con la aplicación de la nueva táctica de Estados Unidos de golpes de Estado con el uso de la ley, para el derrocamiento de gobiernos progresistas en la región -ahora conocido como lawfare-. Justo culmina entre 2014-2016, con la aplicación de ese método a la expresidenta de Brasil, Dilma Roussef en 2016, y la persecución de Lula en los siguientes años. Los países al frente de esa primera corriente progresista no son los mismos de la de hoy, excepto por Brasil y Argentina. Los líderes eran Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Honduras. Eran un par de economías grandes y otras pequeñas, pero no por ello con menos influencia ideológica. Mientras tanto, la actual ola la encabezan las 5 principales economías de América Latina: México, Argentina, Chile, Colombia, Perú, y posiblemente Brasil, si llega Lula.
En ambas olas de progresismo se presenta el propósito de acabar con la pobreza y profunda desigualdad, herencias del neoliberalismo, pero el enfoque difiere. En la primera se antepuso una agenda y discurso desarrollador integracionista a nivel región, y se concretaron dos organizaciones importantes, la CELAC y el ALBA, en cuyo seno se ponían a discusión proyectos económicos y de cohesión política para enfrentar el poder de Estados Unidos. Además, y muy importante, era una lucha contra el neoliberalismo pero confrontando al capitalismo y atreviéndose a modelar esquemas socialistas. No había autocensura en desafiar al capitalismo y de hablar en esos términos.
En cambio, el progresismo actual y sus líderes desafían el neoliberalismo con agendas sociales nacionales, miran dentro de sus límites geográficos, por ejemplo: a sus problemáticas de apropiación de la tierra (caso Chile); de los bienes comunes de la naturaleza (litio y energía, caso de México); la diversidad cultural (Colombia y Chile), entre otros. Es un modo de entender la justicia económica y social desde una agenda interna. Es una agenda que a mí parecer, se propone tácticas muy puntuales para sustituir la arquitectura neoliberal con cambios a ras de suelo. Más que ir contra el capitalismo, parece que se proponen detener el avance de fuerzas ultraconservadoras que se expresaron en el neoliberalismo “recargado” que sobrevino justo después de que la táctica del lawfare minara y destruyera la potencia de la primera ola.
La pregunta es si con ese enfoque lograrán conseguir el objetivo de desmantelar el neoliberalismo ultraconservador, en medio de una crisis de inflación global que posa la amenaza de una depresión económica mundial. Recordemos que, en parte, el éxito de la primera ola progresista se debió a la coincidencia con un momento económico de auge de commodities en manos del Estado, como el petróleo en Venezuela, la agricultura en Brasil, que ayudaron a financiar programas sociales. ¿Qué será de estos gobiernos sin esos excedentes? Estarían presionados a cambiar paradigmas que los atan de manos, por ejemplo, cuestionarse qué tan conveniente es un equilibrio fiscal frente a una realidad que demanda gasto social para activar la economía.
La segunda encrucijada consiste en la posición de América Latina frente a Estados Unidos y China, en tanto que Brasil, bajo el mandato de Lula, fue líder en iniciativas integracionistas para América Latina, como la CELAC y el ALBA. Pero también ayudó a fundar el bloque llamado BRICS en 2009, que reúne a cinco países muy influyentes en la economía global. Se trata de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, y a través del cual se pone un dique a la influencia económica de Estados Unidos en la región. De ganar Lula, se podría reactivar la potencia y fuerza de agendas integracionistas, y no me refiero solo dentro de la región latinoamericana, sino sobre todo con China, a través de los BRICS, por ejemplo, apoyando el ingreso de otras economías de la región, como Argentina, a ser parte de este bloque, iniciativa que ya ha mencionado Lula.
En cambio, Bolsonaro y su nacionalismo conservador se alejó de China, distanció a Brasil de la CELAC, pero en cambio aceptó que Trump designara a Brasil como un aliado no atlántico de la OTAN, en reconocimiento a sus buenas relaciones. En el 2022, los dos líderes firmaron un tratado económico limitado.
Es desde ahí que me parece importante ver esta encrucijada, en un momento que Estados Unidos aplica el método duro en Latinoamérica de lawfare y solicitud de renegociación de la deuda externa en tiempos de altísima inflación. Mientras, China ofrece el método blando o terciopelo del mercado: más inversiones e inclusión en sus propios proyectos económicos de gran alcance. Hoy la inversión de China en la región latina, crece a un ritmo de más del 30% al año, y ya se han celebrado reuniones entre China-CELAC, además de que 22 países latinos han firmado algún tipo de acuerdo para participar en el megaproyecto económico de the Belt and Road Initiative del gigante asiático.
La tercera encrucijada, y no menos importante, es que esta elección puede detonar un punto de quiebre económico-ambiental, puesto que Lula y Bolsonaro tienen enfoques opuestos acerca de la función de la Amazonía, la zona conocida como pulmón del planeta. Poco más del 60% de esa selva cae dentro del territorio de Brasil.
Bolsonaro ha desregulado ampliamente la intervención sobre esta área, permitiendo su deforestación para la explotación agrícola, minería legal, pero también permisivo con la mineraía ilegal. En lo que va de 2022 se alcanzó la tasa de deforestación históricamente más alta registrada en la región amazónica que cae dentro de las fronteras de Brasil.
Veamos: la demanda internacional por carne y soya, en cuya producción Brasil es actualmente el mayor exportador (14.4% de la exportación total mundial de carne viene de Brasil), incentiva la deforestación de la tierra del Amazonas. A Bolsonaro no le ha temblado la mano en expandir la frontera agrícola sobre el pulmón del planeta. Aunque los monumentales incendios que observamos en 2019 en la zona amazónica son consecuencia del calentamiento de esa zona por la erosión y la deforestación, no permitió la ayuda internacional, argumentando razones de soberanía. Además, ha amenazado constantemente en retirarse del Acuerdo Climático de París, bajo el mismo argumento.
Este último punto invoca, a mi parecer, un replanteamiento de la soberanía desde la cuestión económico-ambiental. En principio, porque resulta cuestionable el sentido de soberanía cuando en los hechos, se trata de defender poderes económicos trasnacionales metidos en un territorio nacional, en detrimento de los propios pueblos nativos de dicho país. Ese es el caso en Brasil. Durante la administración de Bolsonaro, se ha dejado una herencia de ocupaciones ilegales de tierras indígenas en el Amazonas, con el consecuente desplazamiento de muchos aborígenes que ahí residen y que también deberían ser considerados en las prioridades de su país.
El concepto de soberanía, a la luz de conflictos económico-ambientales, merece enmarcarse en un debate sobre soberanías sustantivas, que implica discutir quién es propietario en una nación de los bienes comunes de la naturaleza, cuyo empleo proporciona riqueza económica y una fuente de vida. Discutir soberanía en términos de quién disfruta los productos de la explotación de esos bienes naturales, es decir, si son dedicados a la exportación, entonces el disfrute se traslada a otras naciones, no a los locales. Y, sobre todo, qué grupos, locales o transnacionales son tomados en cuenta en la definición de proyectos económicos.
Con Lula, vemos un enfoque diferente hacia el Amazonas. En su campaña ha propuesto crear un ministerio de asuntos indígenas, que sobre todo incumbe a los residentes en el pulmón del planeta, porque ahí se concentra la mayoría de los indígenas de Brasil, grupos que sostienen una posición de preservación y resiliencia de la naturaleza, contrario al de explotación sin límites.
Podría ser que desde esa aproximación a su población y problemática local, en este caso indígena, Brasil de la pauta a reforzar cambios de paradigmas económicos a la luz de presiones climáticas, y desde ahí plantear un cambio en torno al cómo se concibe a la naturaleza en el sistema económico-productivo, un cambio, que va en la dirección de poner límites a una tendencia extractivista, y lo que es peor, extractivista transnacional, pues ni siquiera los grupos locales son los verdaderos dueños de esa riqueza.
No dudo que hay muchas otras importantes encrucijadas, pero por el momento estas tres son las que me parece central poner sobre la mesa.
La autora es maestra en economía por la UNAM y Dra. en estudios ambientales por la Universidad de York