Estamos muy cerca de que se cumplan 544 años de la creación de la Inquisición Española. Se creó para la corona de Castilla mediante una bula papal el 1 de noviembre de 1478. La bula del papa Sixto IV tiene un nombre que hoy resulta desconcertante, pues sonando tan amoroso lo que erigió fue una de las instituciones más brutales y represoras que ha conocido la humanidad: Exigit sinceras devotionis affectus, que significa algo así como “En exigencia de sentimientos sinceros de devoción”. Si bien la Inquisición fue creada desde 1184 para exterminar a los cátaros del sur de Francia –objetivo que, por cierto, logró–, la Inquisición en Castilla –y luego en toda España– gozó de gran autonomía y dependía directamente de la corona.
Hay muchos episodios lamentables en la historia de Europa. Uno de ellos es, sin la mínima duda, la Inquisición, y particularmente la española. Por desgracia, cuando se habla del tema, tanto la ortodoxia católica como los antirreligiosos, aferrados a sus posiciones, pierden objetividad. Los unos minimizan, e incluso niegan la tortura y las hogueras, diciendo que en realidad fueron pocos los condenados y que, en todo caso, los verdugos eran seculares; y los otros tienden a exagerar el número de las víctimas y a descalificar por estos hechos a toda la Iglesia.
No podemos tapar el sol con un dedo. La Inquisición existió, actuó y, como toda institución humana (sería un verdadero sinsentido y un deshonor sostener que la Inquisición fue una institución querida y ordenada por un Dios amoroso), se corrompió y abusó de su poder. No importa si fueron cientos de miles o solo unas decenas sus víctimas: así hubiese sido una, la crueldad, el terror y el abuso del poder no tienen justificación. Hablar de la Inquisición y de la Inquisición española ocuparía libros enteros, así que solo me voy a referir a un aspecto de su operación: el terror.
Los tribunales de la inquisición estaban constituidos, en orden jerárquico, por dos Inquisidores, siempre sacerdotes y juristas; un procurador que fungía como interrogador; un teólogo que dictaminaba si había o no herejía; un alguacil que hacía las detenciones; había también escribanos y “familiares”. Los “familiares” eran laicos que “colaboraban con el tribunal”.
La forma en que se financiaban estos tribunales era genial, desde el punto de vista del terror, claro está: los bienes de los condenados. Y con estos bienes no solo se garantizaba la operación ordinaria y el pago de los funcionarios, sino mucho más: el remanente iba directamente a las arcas de la Iglesia.
El terror con que operaban los tribunales era simple: cualquiera podía denunciar y, como la denuncia era anónima (solo los funcionarios del tribunal conocían al delator), el acusado quedaba en estado de indefensión. Este mecanismo creaba un verdadero pánico entre la gente que, por miedo a ser delatada o verse involucrada, corría ante el fiscal a denunciar. Y claro, las denuncias se prestaron como instrumento de venganza de los particulares quienes, al verse agraviados en asuntos tan distintos a la fe como pudieran ser los contratos, o las simples envidias y rencores, corrían a delatar falsamente a sus enemigos.
El 30 de marzo de 1492 los reyes católicos emitieron el edicto de expulsión de los judíos. El inquisidor Tomás de Torquemada fue el gran artífice de esta infamia. Esta documentado que al enterarse de que el rey Fernando estaba negociando con los judíos para no expulsarlos, y que estaba dispuesto a aceptar un soborno de 300 mil ducados (el rey era un hombre práctico), Torquemada irrumpió en la sala de audiencias, crucifijo en mano, y delante de todos los que ahí estaban, exclamó: “He aquí el Crucificado –señalando el crucifijo–, a quien el malvado judío Judas vendió por treinta monedas de plata. Si elogiáis este hecho, vendedle a mayor precio.” Torquemada entonces arrojó el crucifijo sobre una mesa y salió de la sala enfurecido. Los reyes se quedaron aterrados.
La Iglesia y el Tribunal del Santo Oficio sabían que una condena significaba quedarse con todos los bienes del condenado, y como los judíos, criptojudíos, chuetas, cristianos nuevos, y semitas en general, siempre han sido hábiles en la generación de riqueza, la Inquisición tuvo siempre a su disposición un gran botín: su antisemitismo no obedeció solo al argumento absurdo de que los judíos crucificaron a Cristo, sino que obedeció a la codicia y a la rapiña. Bastaba que un “cristiano viejo” (familias que desde siempre habían sido cristianas) denunciara por mundana envidia a su patrón “cristiano nuevo” (recientemente convertido) de ser hereje, para que se incoara el procedimiento y, con él, el terror. Y por si esto fuera poco, en caso de condena el delator tenía derecho a un pequeño porcentaje de los bienes confiscados, así que podrá usted imaginarse el estado de pánico y paranoia que se generaba entre vecinos, incluso entre familiares. Hay casos documentados en donde un cónyuge denunciaba la herejía del otro cónyuge.
El problema era que, con la simple denuncia, se ordenaba la aprehensión del acusado y se aseguraban sus bienes. Como no existía un tribunal de apelación, ni tampoco un término para pasar de la investigación e interrogatorio al juicio propiamente dicho, el detenido podía pasar meses, incluso años, incomunicado. Si en el interrogatorio el acusado negaba los cargos, se le asignaba un defensor, cuya función consistía en “ayudar” a su defendido a “confesar” su grave pecado. Las pruebas más admitidas eran dos: la confesión y los testigos. Pero había un doble vicio: por un lado, mediante la tortura se lograba la confesión –después del tormento, el acusado estaba dispuesto a confesar cualquier cosa–. Por otro lado, el acusado nunca sabía la identidad de los testigos que lo acusaban. Y, para colmo, si bien podía llamar y proponer testigos de descargo, éstos, por miedo a verse involucrados –si el acusado era condenado caía una grave sospecha de herejía sobre todo aquel que hubiese dicho algo en su favor–, difícilmente accedían a rendir declaración.
La Inquisición fue un abuso que no debe repetirse nunca. Si actuó movida por una verdadera fe, estamos ante uno de los ejemplos más terribles de fanatismo: torturar y matar porque así lo ordena Dios. Si actuó movida por la codicia, para enriquecerse con los bienes confiscados, particularmente los de los judíos, estamos frente a un abuso inmoral e injustificable del poder. Cualquiera de las dos hipótesis es lamentable e inaceptable, aún considerándolo en retrospectiva histórica. Por muy creyente que alguien sea, no es posible defender a esta institución. Si la ortodoxia católica cree que abjuro de la fe por manifestarme en contra de la Inquisición, pues qué pena. Pero que tampoco sirva esta manifestación para descalificar lo bueno que hay en la Iglesia Católica.
Algunos pensarán que lo que digo en estas líneas son acusaciones sin fundamento. Nada más lejos de la realidad. Hay muchos libros que tratan el tema con la debida seriedad. Le recomiendo uno, que ya es un clásico: The Spanish Inquisition, del scholar británico A.S. Turberville. Existe una traducción al español publicada por el Fondo de Cultura Económica. Verá usted que hasta me quedé corto.