Hay rasgos en nuestros líderes que nos resultan familiares, cercanos, comprensibles. Son manías, obsesiones o fijaciones que compartimos. Cuando las vemos reflejadas en el espejo nacional, tendemos a ser empáticos, porque suponemos que nuestra reacción sería similar a la que externan ellos. A mí me pasa con López Obrador cuando muestra impaciencia por la irritante imprecisión que ingenieros, arquitectos y proyectistas tienen con las obras públicas. Tiendo a darle la razón por esa compenetración psicológica. En México la indeterminación presupuestal y cronológica la comparten muchos oficios, desde el carpintero hasta el arquitecto; desde el mecánico hasta el ingeniero y es desconcertante. Probablemente la irritación sea un prejuicio derivado de la presunción de que los ingenieros y arquitectos son más precisos de lo que suelen ser las ciencias sociales en sus predicciones y proyecciones.
Entiendo al Presidente cuando muestra molestia porque lo que iba a ocurrir en determinada fecha no ocurre; o el costo para conseguirlo se incrementa de forma desproporcionada, como si el presupuesto original se hubiese hecho sobre las rodillas o no se hubiesen contemplado las contingencias que, desde nuestra lectura oblicua, debieron haberse vislumbrado. Entiendo su impaciencia. Incluso puedo comprender el ánimo que impulsó su decretazo: no quiere más pretextos de tipo administrativo o jurídico y retiró todos los obstáculos.
Naturalmente esta voluntad de que las cosas ocurran se topa con muchas restricciones en la realidad y en el caso de las obras públicas existe una desconexión entre los fines y los medios. Hace unos días, la encargada de negocios de la Embajada china, describió (en un artículo) las ventajas del modelo chino sobre el occidental. Entre otras, citaba que las decisiones se tomaban con base en la ciencia, que los encargados de ejecutarlas eran los más capacitados y que había una supervisión efectiva del poder. A todos nos maravilla la forma en que los chinos edifican infraestructura y supongo que para conseguir esa eficiencia habrá que agregar una capacidad financiera casi infinita y gobiernos musculosos capaces de imponer su decisión a cualquier privado.
En México la obsesión presidencial porque las cosas funcionen (que comparto) se topa con carencias como la limitación de recursos; es decir, pretende que las cosas salgan bien y a tiempo, pero gastar lo mínimo. Las decisiones no siempre se toman con carácter científico, en muchos casos son producto de las supersticiones del grupo en el poder y por supuesto es, cuando menos discutible, que al frente de los proyectos estén los más capacitados.
Hay pues mil razones para entender por qué las cosas no ocurren en tiempo y forma. Aunque yo comprenda la irritación presidencial, no puedo omitir una lectura alterna para entender por qué las obras públicas están sujetas a esta revisión permanente de tiempos y presupuestos.
Algún ingeniero podría preguntar al Presidente: ¿por qué no crecemos al 6% como lo prometió? o ¿por qué la impunidad no se reduce?, ¿por qué no mejora el desempeño escolar? Y el mandatario tendrá que contestar al ingeniero que las cosas no ocurren porque la realidad cambia y las previsiones son, en muchas ocasiones, hijas del optimismo y la realidad es siempre un bastardo del pesimismo. Casi siempre ocurre lo que no esperábamos. Así es que la respuesta sería: las cosas no ocurren porque no se ponen siempre los medios para que sucedan y la realidad cambiante obliga a que la planeación sea mucho más flexible en sus parámetros presupuestales y cronológicos. Así de simple. Pero Dios mío, cuánto nos cuesta entenderlo.