Inundaciones, epidemias; escasez de agua y caída poblacional. No vivimos el Apocalipsis... pero cómo se le parece. El huracán Otis y las sequías en todo el territorio nacional son un aviso de lo que se viene a escala planetaria. Los años 30 del Siglo XXI son acechados por el fantasma de la crisis y la fragilidad financiera. No es que las ciudades vayan a quedar desiertas o destruidas, con rascacielos que se desmoronan, semejantes a una dentadura sin molares, pero nos avecinamos a la tormenta perfecta, una que tendrá un fuerte impacto político, social y financiero, mientras parece que navegamos hacia ella en un barco sin remos.
Lejos de la hipérbola distópica, que aplica de manera global, en el caso mexicano, el panorama luce, quizá, aún más complicado. La ausencia de políticas distributivas, la violencia y los problemas estructurales -somos una casa vieja construida con malos cimientos-, amenazan con provocar mayor desigualdad y pobreza, que aunque no son exactamente lo mismo, tienen una relación íntima, simbiótica, en un contexto en el que el bono demográfico se agota y la bomba de las pensiones está por explotar. Pero... ¿cómo llegamos a este punto? El académico Diego Castañeda tiene una explicación.
En su libro Desiguales, publicado por Debate, el autor hace un recorrido por dos siglos en los que explica cómo el Estado ha sido capturado por diferentes grupos privados (militares, usureros, inversores extranjeros, hacendados, monopolios y grupos empresariales), que, junto a la constante violencia y guerras intestinas que ha padecido el país en sus 200 años de vida, así como la debilidad fiscal, osteoporosis en las finanzas públicas, han provocado que habitemos en una nación poco igualitaria: enferma con una desigualdad crónica y degenerativa.
¿Hay solución? La desigualdad no se cura con una aspirina, ni con un sal de uvas. Es un proceso complejo, que no requiere paliativos. Sin embargo, ha habido periodos de la vida nacional, como en la era posrevolucionaria, en la que ha habido una mayor redistribución de la riqueza a través de inversión social, impuestos progresivos y expansión en los derechos laborales. Por lo tanto ya ha pasado y puede volver a pasar. "No necesitamos recurrir a la destrucción para ser más igualitarios; lo que necesitamos es un arreglo político que asegura que los ganadores de ayer, hoy y mañana no serán los mismos", escribe Castañeda.
En un año en el que transitamos de un Gobierno a uno nuevo, el planteamiento del autor se torna más vigente. ¿Necesitamos una nueva política distributiva que permita una mejor y más justa distribución de los recursos? La respuesta quizá es obvia... pero es un tabú. México necesita una reforma fiscal.
200 años de desigualdad... ¿hay esperanza?
La canción "Won't Get Fooled Again" de la banda británica The Who, que en español mexicano se podría traducir como "No nos verán la cara de nuevo", sirve como un pequeño símil para ejemplificar nuestros dos siglos de vida independiente. En aquel tema musical, publicado en 1971, se habla de sueños revolucionarios que culminan con la demoledora frase, lugar común, pero no por eso menos cierta: "Conoce al nuevo jefe... es igual al jefe anterior". El economista Diego Castañeda, en su obra Desiguales, realiza la radiografía de la desigualdad nacional a través de los siguientes periodos históricos, donde si bien el periodo revolucionario fue una excepcionalidad, la constante es la concentración de la riqueza en unas cuántas manos, donde los perdedores son mayoría y los ganadores se vuelven su antípoda.
- Tras la Independencia, consumada en 1821, los nuevos 'jefes' fueron los militares, que dominaron durante la mitad del siglo la política nacional, así como los agiotistas que hicieron de la usura, los préstamos y la especulación la forma de concentrar la riqueza a expensas de las arcas nacionales. A eso se sumaron seis décadas de levantamientos armados, invasiones extranjeras, guerras civiles, la pérdida de más de la mitad del territorio y la inestabilidad política.
- Luego llegó Porfirio Díaz, el liberalismo a la mexicana y sus científicos encabezados por José Yves Limantour, que derivó en el primer capitalismo de cuates contemporáneo. Las tierras quedaron en pocas manos, los hacendados. Se desarrolló una estructura oligárquica, mientras que la política financiera fue rehén de inversionistas y banqueros. Aunque fue un periodo de paz y de estabilidad, así como de crecimiento económico, la desigualdad (en parte por la privatización de las tierras comunales y el desprecio a los pueblos vernáculos) creció de manera abismal, apunta el economista.
- Tras la Revolución Mexicana, que empieza en 1910 y termina con el cardenismo en 1940, hubo un breve periodo de igualación en el que se amplió la distribución de los riqueza. Por ejemplo, los jornaleros, los militares, los trabajadores domésticos, los mineros, los medianos propietarios y los rancheros resultaron ganadores del proceso, mientras que los grandes perdedores fueron los hacendados y los mercaderes financieros. En este periodo, en especial a partir de los años 30, se lograron derechos laborales históricos, además de que se impulsó el reparto de tierras; ergo, en México comenzó a reducirse la desigualdad.
- Posterior al ciclo revolucionario, viene el periodo de 1940 a 1970 dominado por el PRI y lo más similar que existió en el país a un Estado de Bienestar. Se modernizó e industrializó el territorio nacional, crecieron las clases medias urbanas, surgió la seguridad social, pero al mismo tiempo los sectores rurales fueron los más perdedores, escribe el autor. A pesar del crecimiento y la estabilidad, dos problemas estructurales propiciaron la debacle de este modelo: el crecimiento desordenado de la población y la incapacidad de absorber a ésta en la economía formal; así como el desplazamiento masivo a centro urbanos, con lo que aumentó la fragilidad fiscal para poder garantizarles acceso a servicios.
En este periodo, Castañeda expone que, aunque hubo dos intentos de implementar una reforma fiscal progresiva en 1961 y 1972, los círculos empresariales, en especial el Grupo Monterrey, evitaron que la misma se concretara. Eso tuvo como consecuencia una política de endeudamiento, además de la incapacidad de la nación para invertir en crecimiento y redistribuir y expandir los servicios de seguridad social. La presión fiscal, refiere el economista, terminó por explotar en las crisis de las décadas de 1980 y 1990.
- Finalizada esta etapa, comienza la que vivimos actualmente: es decir, el llamado periodo neoliberal. Aunque ha habido estabilidad macroeconómica, el crecimiento ha sido mínimo, salvo un par de años posteriores a la crisis de mediados de los noventas. Sin contar que los servicios públicos y la seguridad social se han precarizado y desmantelado, a lo que se suma un monstruoso, no hay mejor palabra para describirlo, aumento en el nivel de violencia, la cual no sólo ha reducido la expectativa de vida de la población masculina, sino que se ha vuelto en un factor de movilidad social. En tanto, la carencia de una política de cuidados, que de forma principal se lleva a cabo por mujeres, ha hecho que se amplíe la brecha salarial respecto a los hombres. La pobreza se ha buscado reducir a través de programas sociales y transferencias directas, sin que eso reduzca la desigualdad en gran medida. Al contrario, aunque ha crecido la cantidad de mexicanos multimillonarios, el país se ha convertido en uno de los más desiguales del planeta.
Sobre este momento, la dependencia de estos gobiernos a la renta petrolera, así como al austericidio para ponerle un parche a las finanzas públicas, no han resuelto la debilidad fiscal del país. Aunque Enrique Peña Nieto hizo una reforma fiscal mediocre, que se quedó corta, y Andrés Manuel López Obrador (a quien, por cierto, se le debe reconocer una exitosa política salarial) ha tratado de aumentar la recaudación y promover la austeridad estatal, no se ha resuelto el problema de fondo. El paliativo como política de Estado.
¿Por qué necesitamos una Reforma Fiscal?
En entrevista, Diego Castañeda advierte que estamos en un momento crítico... y el tiempo se nos agota. En la década que viene, la de los 30, el país enfrentará problemas severos, tanto internos como externos:
- Calentamiento global y los efectos climáticos, que pueden provocar sequías, nuevas pandemias y desastres naturales como el Huracán Otis.
- Estallará la crisis de las pensiones y su presión en las finanzas públicas.
- La población mexicana envejecerá y se perderá el bono demográfico.
El economista explica que, para enfrentar esta crisis venidera, se necesitarán al menos 6 puntos del PIB para garantizar el acceso a la salud y servicios públicos. ¿De dónde saldrán estos recursos si la población en edad de trabajar será menor?
Es ahí donde se vuelve imperante la necesidad de una reforma fiscal, que no se debe aplazar más. Tenemos el tiempo encima y el infinito peregrinaje de las manecillas no perdona. Y ¿cómo debe ser dicha reforma? Castañeda expone una discusión que se ha tenido desde mediados del siglo pasado, quizá antes: buscar un mecanismo para ponerle impuestos a la riqueza, es decir, gravar al capital.
Aunque los impuestos son incómodos para la población y un tabú para las élites, se requiere de una política fiscal progresiva que permita una mayor distribución de los recursos y una reducción de la desigualdad. Todos debemos poner nuestra parte, asevera el economista, para lograr una amplia concientización y un gran esfuerzo colectivo para que esto se logre.
Pese a su importancia, el tema está ausente en la discusión pública. Nuestra clase política y nuestra élite económica, reflexiona Diego Castañeda, no han sabido estar a la altura del país y ya no deben ser un obstáculo para lograr una sociedad menos desigual y menos inclusiva en la distribución de los recursos.
"Necesitamos mejores políticos, pero también una mejor élite económica", puntualiza.
Surgen regímenes, se derrumban, de entre los escombros nacen otros nuevos. Cambian los ganadores y perdedores en un círculo sisifesco, que se repite hasta la náusea. Pero algo sigue estático: el país lleva dos siglos esperando una política fiscal más justa.