La nube amenazó con lanzar su furia y lo hizo. Lo pensé dos veces antes de salir de casa, pero era demasiado tarde, ya estaba mojado.
Caminé alrededor del parque España para llegar de frente a la Pastelería Suiza y traté de ocultarme para no sentir el odio de Tláloc, pero me tardé, los carros avanzaron y esperé otros cinco minutos más.
Al tener luz verde, crucé lo más rápido posible para ocultarme en la sombrilla de la panadería suiza. Ahí fue donde unas luces rojas me cegaron por un momento, salían de las ventanas y traté de evitarlas, pero el olor hizo que caminara por un pasillo que me llevó a 1942.
Desde hace más de 70 años la Condesa se ha surtido de estos pasteles gracias a dedicación del pastelero Jaime Bassegoda, quien en 1942 llegó a Veracruz en el “Barco de la libertad” llamado Nyassa. Aquel que trajo a ciento de refugiados por la Guerra Civil Española.
Te podría interesar
Jaime se dirigió a la Ciudad de México por oportunidades y su hermana Ana se la dio, en un local que al principio nada más contaba con unos cazos y un par de costales de harina, pero hoy en día la cocina ya tiene más espacio.
Algunos amigos decían que sus abuelas se formaban horas para entrar, que a veces podían estar haciendo fila y el pan ya se acababa. Por mi suerte, agradecí a Tláloc de lanzar aquellos chubascos.
Al entrar, me transporté a una tienda que todavía mantiene los adornos y pisos del siglo pasado, en sus paredes se refleja el cubismo de Picasso y los diferentes panes saludan a mis ojos.
Como si el azúcar me guiara a ellos, en sus estantes había panes de todo tipo: conchas, cazuelas, empanadas, panqués. Todos querían un espacio en mi boca, pero un trabajador me detuvo y me advirtió que necesitaba pinzas y una charola.
Hice caso y tomé los insumos necesarios para elegir lo que quería, pero al empezar a agarrar varios, una gota resbaló de mi rostro. No era de lluvia sino de nervios, pues un pan costaba 30 pesos, otros 40 y los más trabajados en 75 u 80 pesos.
Mi mente me pidió razonar, los números crecían y yo nada más olía aquellos panes que ya querían subir a la charola. Los veía, ellos me veían y antes de que me convirtiera en Sméagol, y me volviera loco por una concha, decidí preguntarle a alguien.
Dicha indecisión hizo que le pidiera a un trabajador apoyo para que me ayudara a saber cuál debía escoger o aquel del que siempre se lleva la gente. Solo me vio y me advirtió que todos están muy ricos.
-No te vas a arrepentir, son muy buenos.
Mi mente seguía divagando y entre los precios, mi salivación y ese dulce olor a pan, tomé un "bracito de nata", uno de "frutos rojos", un "mousse de mango" y un "panqué".
La cuenta final fue de 250 pesos. En mi cabeza, pensé que tendría que valer la pena haber gastado tanto para comprar cuatro panes, pero las sonrisas de todos en el mostrador me decían que había hecho lo correcto.
Corrí a casa, necesitaba comer y ni el tráfico ni nada me iba a detener. Al llegar, abrí el gran envoltorio, tomé una cuchara y partí el bracito de nata. Tenía miedo, no sabía qué esperar, pero al morderlo supe que no había sido un error, era como si tuviera un pedazo de nube en mi paladar.