No sabía qué hacer, pero entendía que estaba en un problema. La llamada de mi amiga me recordó cuando tuve chinches.
-"Estoy perdiendo la batalla de guardar la compostura sobre el tema de las chinches", fue el mensaje que me envió, mientras ese recuerdo volvía a mí.
Nunca había vivido una infestación de chinches, no eran tan comunes, todavía no se hacían tendencias en ninguna parte, sin embargo, existían. Tanto así que una noche uno de mis roomies me advirtió de un insecto en mi cama.
Normalmente, no soy de tenderla tan seguido, pero ese día no nada más encontré un insecto, ya había una familia entera, pensé en "el almohadón de plumas" y me vi con suerte de que no comiera mi cerebro.
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Al levantar la cama salieron. Se escondían como pequeños vampiros, buscaban ocultarse del sol y regresar a la oscuridad. Los pequeños condes solo querían mi sangre, pero yo no se las iba a dar.
En el departamento vivíamos 3 perros, 3 personas y una gran infestación de chinches. Lo cual tomamos una drástica decisión: fumigar.
El origen de estos “chupa sangre” concentró el miedo en casa y antes de sentarnos en el sofá o de ponernos ropa revisábamos todo: costuras, dobleces, cuello y mangas. Si encontrábamos una chinche, esa prenda se iba a la ropa sucia.
Las fumigadoras nos decían que en 3 días, como máximo, iban a casa a fumigar, sus respuestas desesperaban más a mi roomie, quien era una experta en la limpieza y que nada más se preguntaba cómo es que se le escaparon estos insectos.
Hasta que, por fin, una fumigadora aceptó ir a casa, solo que su precio sobrepasaba los 5 mil pesos y ahí decidimos regresar con la otra compañía.
“Hasta el sábado”, terminó su llamada y solo pensé en esperar sobrevivir para esa fecha.
Dormir en cama se volvió en una aventura: quitamos las sabanas (las lavamos como 7 u 8 veces), tiré varias almohadas y al momento de levantar los bordes ahí estaba la familia que entró a casa sin permiso.
Con guantes de plástico, tratamos de levantar el borde, mientras que con la otra utilizábamos papel para tratar de reventarlas, uno de mis compañeros de cuarto las quemaba, mientras que yo nada más me dedicaba a inundar su hospedaje con cloro.
Al terminar este ritual, traté de dormir en la cama, pero sin ningún éxito, decidí acostarme en mi silla, prefería estar lejos del enemigo y evitar que me picara.
Los otros días se repitió el mismo proceso: lavábamos ropa, sabanas y el colchón, el olor a químicos y detergentes mareaba, parecía que el insecto era yo, ya no soportaba y pensaba que las chinches iban a enterrarme, hasta que por fin llegó el sábado.
Con trajes y unos cascos, los fumigadores nos dieron la instrucción que después de fumigar no entráramos en 4 horas. Creía que si el veneno mataba a las chinches, entonces no había problema en salir.
Esas cuatro horas fueron eternas, pero al regresar lo primero que hice fue acostarme en la cama. Me estiré, pero de repente empecé a sentir comezón en mi brazo y ahí el terror solo estaba en mi cabeza.