Llegaron con los nombres y los rostros de Nataly, Abril, Leslie, Mariana; pintaron los nombres de Ulises, Fernando, Balam, Rigoberto, y Christian.
Gritaron por justicia y señalaron a los impunes. El 8 de marzo enorgullece, pero duele, porque en el México feminicida luchar por la seguridad parece que se va entre las manos.
El tapiz de Reforma es color morado y verde; son miles quienes conforman el coro “ni una asesinada más”, “América Latina será toda feminista”.
Y qué si ya van dos, tres, cinco, siete horas bajo el sol, el animo no se diluye, vale más gritar por la ausente, por la violentada, por la asesinada.
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“Hay que abortar el sistema patriarcal”, gritan todas, incluyendo a quienes su edad no les permite entender qué diablos significa esto.
Dicen que las jacarandas se adelantaron este año, y son las que muestran una Alameda más combativa, desde el cielo el violeta de las mujeres y la naturaleza se concentra en una.
En más 360 minutos de protesta resulta lógico que el tan amurallado “espacio público” se vea como la autoridad no desea: pintado, destruido, ajeno a la cotidianidad capitalina.
Tampoco suena descabellado el rastro de los cohetones lanzados por las del “Bloque Negro” que se han dispersado entre as decenas de contingentes convocantes.
Desde hace unos años, Marzo se autodefine entre el marketing y la lucha feminista y se dibuja entre ciudades que miden su firmeza entre murallas metálicas pero no en el intento de poner fin a la violencia